Hace
algún tiempo, sin razón alguna, empecé a escribirle en los libros de la
biblioteca, sobretodo en los que a ella más le gustaban. No tenía noticias de
ella. Un día me desperté y su lado de la cama estaba frío, había sacado unas
cuantas cosas del closet y se las había llevado en la maleta más ligera; el
resto las había dejado como presagio de maldición. Su aroma seguía impregnando
todos los rincones de la habitación. Entonces me desesperé, me precipité y
nadie daba respuesta de ella. Era muy impredecible y aunque la llegué a
descifrar un poco, nunca a conocer, no tenía alguna idea clara de dónde podría
haber ido.
Durante
varios meses fui todos los días a la biblioteca del centro, siempre íbamos
juntos y sacábamos libros de allí. Me demoré poco más de un mes en escribir en
cada uno de los que habíamos leído. Escribía mensajes indirectos y cortos,
pidiéndole que volviera, poemas que le gustaban y al final ponía mi seudónimo.
Pero los días fueron pasando y no había respuesta, ni llamadas, ni mensajes en
los libros. Después escribí en todos los que se podía interesar, sólo para
asegurarme de que viera mis mensajes; de alguna manera tenía que dar con ellos.
Estaba
empezando a hartarme un poco y me parecía estúpido lo que hacía. Creo que en
dos meses tuve tres cuartas partes de los libros de literatura rayados.
Recuerdo que por varias semanas tuve que dejar hacerlo porque los directivos de
la biblioteca sacaron un comunicado rechazando a quien escribía en los libros,
y notificaron que si descubrían quién estaba haciéndolo, lo vetarían
impidiéndole la entrada. No podía darme el lujo de no ver esos libros
nuevamente; ella podría escribir o alguna cosa.
Desistí,
finalmente, no volví a mandar más mensajes. Eso sí, iba todos los días a hojear
la mayor cantidad de libros que podía esperando respuesta, pero ni una sola
noticia de ella. Sólo una vez, una letra que no parecía suya, escribió en una
página en blanco al inicio de el libro Aura:
“Estarás
muy desesperado para escribir en casi todos los libros literarios de ésta
biblioteca. Ya sé quién eres, pero no te delataré. Sé que si no miras estos
libros todos los días, terminarás suicidándote. Suerte con eso.”
Aunque
seguramente hubiese sido una decisión menos tortuosa. No sabía qué pensar de ese
mensaje: ¿sentirme satisfecho de saber que alguien hizo caso de los mensajes, y
tal vez lleguen a ella? ¿Cómo habría logrado reconocerme? Tenía miedo que
dijera en la biblioteca quién era la persona que realmente escribía en los
libros. Sin duda alguna su control sobre mí era infinito. Por eso dejé de
asistir todos los días, y los hojeaba una vez a la semana, hasta que
paulatinamente fui perdiendo la esperanza.
El
día en que decidí dejar todo ese episodio en el pasado y sacar toda su ropa de
mi casa, pensé ir por última vez a la biblioteca a mirar los libros. Cuando iba
a cerrar la puerta, el teléfono sonó:
-
¿Aló?
-
Hola, soy yo. ¿Por qué has dejado de escribirme
en los libros? Ya casi no vas a la biblioteca, supongo que habrás olvidado todo. Tengo que reconocer que tu idea para
encontrarme fue maravillosa. No te preocupes, la próxima semana vuelvo a casa y
hablamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario