miércoles, 19 de marzo de 2014

Sin razón alguna

Hace algún tiempo, sin razón alguna, empecé a escribirle en los libros de la biblioteca, sobretodo en los que a ella más le gustaban. No tenía noticias de ella. Un día me desperté y su lado de la cama estaba frío, había sacado unas cuantas cosas del closet y se las había llevado en la maleta más ligera; el resto las había dejado como presagio de maldición. Su aroma seguía impregnando todos los rincones de la habitación. Entonces me desesperé, me precipité y nadie daba respuesta de ella. Era muy impredecible y aunque la llegué a descifrar un poco, nunca a conocer, no tenía alguna idea clara de dónde podría haber ido.
Durante varios meses fui todos los días a la biblioteca del centro, siempre íbamos juntos y sacábamos libros de allí. Me demoré poco más de un mes en escribir en cada uno de los que habíamos leído. Escribía mensajes indirectos y cortos, pidiéndole que volviera, poemas que le gustaban y al final ponía mi seudónimo. Pero los días fueron pasando y no había respuesta, ni llamadas, ni mensajes en los libros. Después escribí en todos los que se podía interesar, sólo para asegurarme de que viera mis mensajes; de alguna manera tenía que dar con ellos.
Estaba empezando a hartarme un poco y me parecía estúpido lo que hacía. Creo que en dos meses tuve tres cuartas partes de los libros de literatura rayados. Recuerdo que por varias semanas tuve que dejar hacerlo porque los directivos de la biblioteca sacaron un comunicado rechazando a quien escribía en los libros, y notificaron que si descubrían quién estaba haciéndolo, lo vetarían impidiéndole la entrada. No podía darme el lujo de no ver esos libros nuevamente; ella podría escribir o alguna cosa.
Desistí, finalmente, no volví a mandar más mensajes. Eso sí, iba todos los días a hojear la mayor cantidad de libros que podía esperando respuesta, pero ni una sola noticia de ella. Sólo una vez, una letra que no parecía suya, escribió en una página en blanco al inicio de el libro Aura:
“Estarás muy desesperado para escribir en casi todos los libros literarios de ésta biblioteca. Ya sé quién eres, pero no te delataré. Sé que si no miras estos libros todos los días, terminarás suicidándote. Suerte con eso.”
Aunque seguramente hubiese sido una decisión menos tortuosa. No sabía qué pensar de ese mensaje: ¿sentirme satisfecho de saber que alguien hizo caso de los mensajes, y tal vez lleguen a ella? ¿Cómo habría logrado reconocerme? Tenía miedo que dijera en la biblioteca quién era la persona que realmente escribía en los libros. Sin duda alguna su control sobre mí era infinito. Por eso dejé de asistir todos los días, y los hojeaba una vez a la semana, hasta que paulatinamente fui perdiendo la esperanza.

El día en que decidí dejar todo ese episodio en el pasado y sacar toda su ropa de mi casa, pensé ir por última vez a la biblioteca a mirar los libros. Cuando iba a cerrar la puerta, el teléfono sonó:

-       ¿Aló?

-       Hola, soy yo. ¿Por qué has dejado de escribirme en los libros? Ya casi no vas a la biblioteca, supongo que habrás olvidado todo. Tengo que reconocer que tu idea  para encontrarme fue maravillosa. No te preocupes, la próxima semana vuelvo a casa y hablamos.     

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