La situación se ha vuelto
insostenible. Las pesadas botas resonantes hacían eco en la calle y sus negros
abrigos los cubrían de la lluvia mientras alzaban sus gruesas manos en
permanente saludo al tercer Reich.
Hacía
mis maletas e intentaba mirar a la ventana lo menos posible para evitarme una
casual mirada de un soldado curioso que pudiera retenerme y, a lo mejor,
fusilarme frente al pórtico de mi casa.
Una
vez la marcha se esfumó, tomé mi abrigo, una bufanda lo suficientemente larga
para cubrirme parte del rostro, una gorra y mi maleta.
Había
sido despedido la noche anterior del Zeitungszeugen, un periódico
nacionalsocialista en el que redactaba. Por haber escrito un artículo que tuvo
una gran relevancia al ser visto la semana anterior sobre una larga investigación
que surgió de rumores que escuchaba en las calles sobre un doctor que atentaba
de manera atroz contra los prisioneros en Auschwitz. Más tarde, esa misma
edición fue descontinuada por orden directa del Fürher, poniendo precio a mi
cabeza y llevándome a lo que inicié, con mi jefe al frente y su cara regordeta
llena de miedo y lástima avisándome que lo mejor era que huyera de la ciudad y
dejara tranquilo a los que trabajaban en el establecimiento para evitar daños
colaterales.
El
servicio aéreo en Europa era inestable por la inversión que las aerolíneas
hicieron para asistir al ejército, por lo que tuve que conseguir, por medio de
contactos, un avión privado para salir cuanto antes a tierras latinoamericanas,
a Argentina, para ser más específicos. Tenía expectativas de realizar una nueva
novela con mis experiencias en aquella nueva tierra para mis sentidos.
Debo
decir que el fantasma de mi patria me persiguió varias noches. Los tiroteos, la
noche de los cuchillos largos, la sangre derramada de gente inocente, los
cuerpos sin vida y los ojos que con los minutos perdían su luz y se convertían
en un nubarrón inerte de tinieblas, las bombas que caían a lo lejos y
fragmentaban con un estallido los tejados, los discursos políticos de la mente
criminal que nos regía y sobre todo, aquella macabra sonrisa del Ángel de la
muerte que experimentaba en Auschwitz con gente inocente sometida a quién sabe
a qué. Eran motivos para despertar empapado en sudor y con la respiración
agitada e intranquila.
Pero
a pesar de esto, traté de concentrarme en mi nueva vida, dando largas caminatas
por las plazas y tomando café mientras mi día era amenizado por el dulce ritmo
del tango y el calor de los nativos.
No
podía evitar llegar en las noches y tratar de encontrar noticias sobre la
guerra. Mientras encendía el radio e intentaba entender las noticias con el
poco español que aprendí en mi niñez, tomaba la pluma y escribía cartas a mi
familia con un seudónimo que me ocultara de la jurisdicción nazi.
Escribía
a mis padres y de vez en cuando a mi ex mujer, que a pesar de ello, teníamos
una buena relación y juntos compartíamos la custodia de nuestra hija, Claudia,
a quien le escribía un cuento en cada carta para sus noches de angustia en
medio del campo de batalla.
Ah,
Claudia…¡Cómo extrañaba a mi pequeña Claudia!, sus ojitos grises y sus dientes
blancos que brillaban con el reflejo del sol en las tardes mientras se
columpiaba en el parque. Ese cabello ondulado con el que el viento jugueteaba,
esas manitas que me apretaban mis enormes dedos mientras caminábamos por las
bibliotecas donde siempre pedía que le comprara uno que otro cuento. Pensar que
no tuve el suficiente tiempo para sacarla de aquel calvario por el que pasaba
Alemania, de toda la destrucción en la que estaba creciendo. Su seguridad me
preocupaba, no solo por la violencia que se llevaba a cabo en las calles, los
aviones rodeando las ciudades, sino en especial porque la familia de su madre
era judía.
Pero
no podía evitar pensar que en el campo de concentración de Auschwitz, aquel
personaje que tenía un apodo contrastante a su demoníaca personalidad, El ángel
de la muerte, se hallaba en algún laboratorio abriéndole el estómago a alguna
de sus marionetas judías para ver cuánto soportaba el dolor un ser humano sin
anestesia, amputando las extremidades de algún infante, poniendo sustancias
químicas en sus ojos para intentar cambiar su color, o quizás los hacía pasar
horas en temperaturas extremas y determinar el punto de quiebre de aquel
infortunado ser humano que se topó con la miseria en carne viva.
La estupidez humana no había llegado a un grado
tan alto. Nazis contra judíos, razas contra razas, el hombre contra el hombre.
No podía haber mayor grado de intolerancia y muestra de idiotez en una sola
cabeza, pero aquel hombrecillo de bigote extraño, bajo y decrépito había sido
la consolidación de la bestialidad conglomerada en un solo hombre, en un solo
discurso que movió a una nación entera. ¿Será posible que, si salimos de esta,
el mundo esté consciente de los cambios
que debe de hacer para reestructurar la moralidad sobre el hombre? Tengo la
esperanza.
Dos
meses después, una carta de mis padres había llegado a mi apartamento
alquilado. Me tambaleé y caí sobre la nevera de la cocina mientras las lágrimas
corrían la tinta del papel. Claudia y su madre habían sido atrapadas en una
redada camino de vuelta a casa y enviadas en el primer tren con dirección a
Polonia y asignadas a Auschwitz-Birkenau, donde El ángel era el médico jefe.
Inmediatamente,
traté de contactar al piloto que me trajo, que por fortuna, se encontraba en
Argentina, después de traer unos cuantos que se fugaban de la guerra, y en la
madrugada siguiente, partía de nuevo hacia Alemania.
No
pude dormir en el vuelo, estaba angustiado, asustado…Quizá mi pequeña Claudia
yacía en el suelo fusilada o exhausta por los trabajos forzados. Claudia, la
luz de mis ojos, la pequeña que vi nacer y crecer durante 7 años. No podía
soportarlo.
Arribé
y tan pronto toqué suelo alemán, corrí con mi maleta mientras, nuevamente, me
tapaba con mi bufanda y mi gorra para evitar las miradas curiosas. Tomé un taxi
y corrí a casa de mis padres.
El
viaje estaba estimado para una media hora, pero con lo que logré acosar con mi
implacable insistencia al conductor, logré llegar en 15 minutos. Entré
bruscamente por la puerta de atrás.
Se
alarmaron al ver a un tipo cubierto hasta el rostro, pero prontamente me
descubrí y los abracé, mientras desataba la tristeza que me albergó durante las
horas de vuelo. No soy un tipo que gusta de dejarse derrumbar en público. No me
gustaba que las personas vieran las lágrimas verter de mis ojos; me sentía
débil, impotente.
En
efecto, mis padres confirmaron que su carta era cierta y el tren había partido
el día anterior y que lo mejor era esperar, pero no podía permitir que esta
salvajada se efectuara, era inhumano, no solo ignorar la fortuita captura de mi
pequeña Claudia y su madre, sino también por las familias que, a escondidas,
esperaban noticias de sus familiares que se hallaban en los círculos de
infierno alemán.
Sabía que mis padres no me permitirían cometer
la locura que tenía pensada, pero pasada la noche, durante el toque de queda,
salté por la ventana intentando
hacer el menor ruido y me encaminé con la cara al descubierto por las calles,
intentando ser parte de una repentina redada.
Caminé
y caminé sin nada de suerte y temía que, de encontrarme absolutamente solo, pudieran
fusilarme en plena acera, pero en la cuadra siguiente, pude visualizar un retén
donde estaban acorralando una familia judía. Caminé un poco más rápido e hice
un gesto de sorpresa un tanto fingido, mientras un soldado nazi me miró
directamente y gritaba a sus compañeros que me atraparan. Me tiré al suelo y
puse mis manos en la cabeza sin dar resistencia, me alzaron por los codos y me
pusieron en una hilera junto a la familia judía que me miraba desconcertada.
Intenté hacer un gesto con la cabeza de negación para que no dijeran nada y les
sonreí. Agacharon la cabeza y nos metieron en un camión que nos llevó a la
estación de trenes.
Allí
llegaron otros 3 camiones llenos de judíos que aún se resistían a ser
ingresados a los campos de concentración. Un soldado estaba repartiendo por
grupos los destinos a los que serían enviados y yo rogaba porque
Auschwitz-Birkenau fuese el mío.
Pasaban
frente a los reclusos, pidiendo documentación para verificar si eran o no
judíos. Sabía que al mostrarlo no iban a destinarme, así que con cautela,
ofrecí al hombre a mi izquierda mi libertad por su libreta. El hombre me miró
desconcertado pero con una felicidad contenida que se dibujaba por lapsos en la
comisura de sus labios.
Lágrimas
brotaron de sus ojos y con las manos temblorosas me entregó su identificación,
mientras que recibía la mía y con voz quebrada me habló algo que apenas logré
escuchar como un “gracias”.
El
soldado se iba acercando cada vez más y cuando llegó al hombre a mi lado,
revisó sus papeles con mirada suspicaz, pero que finalmente le dejó en
libertad. Al llegar a mi lado, revisó los papeles falsos que tenía y mirándome
fijamente dijo: Auschwitz- Birkenau.
Subí
al estrecho vagón en el cual me iba a dirigir hacia mi pequeña Claudia. Era
estrecho, maloliente y estaba atiborrado de judíos que temían por la suerte que
les deparaba.
Intenté
dormir recostado a la pared del vagón. Entre cerraba los ojos pero no me
hallaba y el calor comenzó a sujetarme por la espalda baja y a cada kilómetro
que pasaba iba subiendo. Me sentía exasperado.
Sin
embargo, en la esquina del vagón había una niña que temblaba en los brazos de
su madre. Parecía con una fiebre inmensa y me dispuse a quitarme mi abrigo y
abrirme paso entre las personas. Al llegar junto a ella, miré a su madre y le
dije que mi abrigo podía no servir mucho, pero al menos ayudaría a mantenerla
un poco alejada del frío al que estaba sometida. Me miró con los ojos envueltos
en lágrimas y me preguntó “¿Tiene usted hijos?” a lo que respondí con una
mirada y un gesto con la cabeza, asintiendo. Luego dije: “Sí, voy a visitarla”.
Me miró incrédula mientras me levantaba y le sonreía. Me recosté nuevamente e
intenté dormir un poco.
Un
traqueteó repentino me sacó de mi sueño y me hizo resbalar. La mayor parte de
las personas cayeron junto a mí y nos levantamos un poco azorados, otros
temerosos y algunos estallaron en un llanto incontrolable.
La
puerta se abrió y nos apuntaron con los rifles, nos hicieron bajar rápidamente
y formarnos en una hilera para entrar. Las mujeres eran llevadas por un lado
con los niños y a los hombres nos ponían al lado contrario para ingresar.
141010 era el número que me entregaron y con el que debía ser reconocido de
ahora en adelante, pues mi nombre había sido esfumado por la imponencia
subnormal de aquellos animales despiadados.
En
cuanto me entregaron aquel gris, mugroso y deprimente uniforme de rayas gris,
intenté averiguar una manera de contactar con Claudia. Nos pusieron a levantar
ladrillos como trabajo forzado. Eran aproximadamente las 5 de la tarde y yo
comenzaba a perder la cabeza.
Comencé
a indagar por las mujeres y niños que habían ingresado hace dos días, di sus
características físicas, pero nadie supo responderme. Pasaron tres días y mi
cabeza estaba a punto de estallar.
Un
hombre de baja estatura y con un ojo de vidrio se acercó a mí mientras
martillaba unas tablas para las nuevas barracas destinadas a futuros miembros
de este club de mala muerte.
Su
nombre era Blaz y supo quién era yo, pues en las barracas ya se rumoreaba de un
loco más que buscaba a su familia. Lo curioso, es que Blaz había ingresado al
campo el mismo día que Claudia y su madre.
-Las mujeres ingresaron directamente al campo,
pero no todas de la mano de sus hijos.- Decía Blaz con todo sombrío y auguro.
Mis pies temblaron y rogué que las palabras que estaba a punto de decir no
salieran jamás de su boca. –Varios
niños fueron separados y fueron llevados a las barracas especiales del Dr.
Josef Mengele, aunque aquí se le llama…-
-El
ángel de la muerte.- Interrumpí a Blaz y traté de contener las lágrimas. El
miedo me tomó por los hombros y me acuchillaba mientras imágenes terroríficas
de mi pequeña hija, tendida en una camilla de cirugías, era lentamente
torturada por esta escoria humana.
Me
derrumbé. Estaba destrozado y mis esperanzas se habían esfumado, como si la
lluvia que caía sobre nosotros las hubiese arrastrado por el fango por el que
caminábamos.
No
concilié el sueño aquella noche. Mi cabeza estaba perdida, finalmente. Me bajé
de la litera suavemente para no despertar a nadie y me escabullí por entre las
barracas, tratando de ocultarme de los soldados que vigilaban en la noche y los
perros que olfateaban a largas distancias. Me arrastré por debajo de las
barracas y me cubrí totalmente de barro para evitar tener un olor fuerte que
atrajera a los canes. En el límite del lado de los hombres y las mujeres,
comencé a cavar en medio de la lluvia el fango para lograr pasar por debajo del
enrejado. Cavé con velocidad y sintiendo la paranoia de escuchar el rifle
apuntando a mi sien.
Cuando
logré hacer una cavidad lo suficientemente decente para que mi cuerpo pasara
por allí, me arrastré y continué.
Abría
las puertas con suavidad de las barracas donde las mujeres se hallaban e
intentaba distinguir si Kerstin, mi ex mujer, se hallaba allí, pero no tuve
éxito. Busqué en 3 barracas de las cuales no se veía rastro de ella y me
preguntaba si acaso sabía el peligro en
el que podía estar Claudia.
Pero
a lo lejos divisé un montículo extraño, deforme, lleno de baches extraños. Me
acerqué lentamente y un hedor se levantó de la tierra y me llenó el olfato al
punto de generarme arcadas. Eran mujeres asesinadas. Algunas vapuleadas, otras
acuchilladas o con agujeros de bala en sus rostros y cuerpos. Pero una cara se
me hizo conocida. Kirsten yacía en el tope del montículo con una herida de bala
en el cuello.
Caí
de rodillas sin darme cuenta de lo que en realidad estaba viendo. Un soldado se
acercaba con mirada distraída y tuve que
reaccionar para ocultarme de su vista. Tenía que sacar a Claudia de allí,
aunque tuviera que dar mi vida por su libertad.
Al
soldado distraído se le unió un compañero que comenzó a hablar de los gritos
despavoridos que salían de la sala de experimentación de Mengele, pues debía
dar ronda allí cada 10 minutos y le era imposible sentirse tranquilo mientras
escuchaba aquel calvario.
Al
terminar su habladuría, continuó su ronda y le seguí de lejos. Dio vuelta en
algunas barracas y se dirigió a un establecimiento construido en cemento con
iluminación, cosa que me extrañaba a estas horas de la noche. Cuando nos
acercamos y logré comprobar que no había nadie más aparte del soldado que
estaba en frente mío, lo tomé por el cuello y comencé a ahorcar para cortarle
el flujo de sangre a la cabeza y dejarlo sin conocimiento.
Lo
dejé en el suelo y me dirigí hacia las ventanas para ver si lograba visualizar
algo y escenas sádicas acudieron a mi vista. Niños semi desnudos con el pecho
abierto y sus órganos al descubierto, sangre en las baldosas y sus ojos inertes
miraban al vacío.
Miré
al guardia que aún no despertaba y vi que en su cinturón tenía una llave. La
tomé y la encajé en la cerradura del sombrío establecimiento. Entré con cautela
y no percibí nada más que un desagradable hedor a muerte prematura.
Caminé
por las habitaciones lentamente con asombro. Niños con los ojos brotados y
agujereados por las jeringas con las que habían sido inyectados, con los brazos
colgando o casi todos sus órganos fuera o gemelos con las venas entrelazadas
entre sí, supongo que intentos fallidos de generar siameses. Era grotesco,
despiadado, desalmado, era impunidad.
Entré
en la última habitación y el cementerio infantil no se detenía. Pasaba por las
camillas y ninguno de los infantes se parecía a mi Claudia. Me sentía un tanto
tranquilo y pensé que quizás Claudia había regresado a las barracas, junto con
las mujeres.
Me
dispuse a salir, pero vi una puerta metálica frente a mí. A medida que me
acercaba sentía más y más frío. Mi corazón latía con fuerza.
Abrí
la fría puerta y ante mí, la pesadilla continuó. Unos 10 niños se hallaban
congelados. Las pestañas despilfarraban hielo que se juntaba sobre ellas y sus
labios eran tiesos. Algunos con sus pequeños ojos cerrados y otros, con muecas
de dolor y desamparo.
En
el centro de aquél congelador, una niña de cabello tieso por el frío y manitas
pequeñas, se hallaba acurrucada en posición fetal. Era Claudia.Mi
cerebro ardía de ira. Tomé el cuerpo de Claudia en mis brazos y lo abracé
mientras gritaba con un dolor que salía de lo más profundo de mis entrañas.
Perdí la noción de todo y no me importó que fuera descubierto allí mismo,
Claudia murió y fue usada como si fuera una muñeca de porcelana.
Jugaron
con ella y torturaron a un ser angelical que daba vida a mis letras, que daba
vida a mi existencia. Prometí sacarla con vida, prometí dejarle ver nuevos
horizontes. La humanidad estaba loca. No merecía ser llamada humanidad, aquello
era falta de humanidad. Eran animales con el cabello engrasado y trajes
impecables, mientras se pavoneaban pisoteando a cuanto judío se les pusiera en
frente. Era falta de inteligencia, eran trogloditas, déspotas, desgraciados,
eran unos hijos de puta.
Dos
soldados irrumpieron en el lugar y me golpearon en la cabeza con sus rifles. Me
tomaron por los brazos, dejando caer a Claudia sobre el suelo. Me resistí y los
empujé contra la pared, pero un tercer soldado, el mismo que minutos atrás dejé inconsciente, entró en la habitación,
disparándome en la pierna y haciéndome perder el equilibrio, con lo que los 2
primeros soldados aprovecharon y me inmovilizaron.
Me
sacaron del establecimiento a rastras y me pusieron contra la pared. Varios
soldados acudieron, mientras un hombre con gabardina y lentes se acercaba. Su
cabello estaba bien presentado y tenía un aspecto impecable. El ángel de la
muerte se paraba en frente, se burlaba con la mirada y una sonrisa cabrona
en sus labios.
Debo
decir que en un lapso tan corto de tiempo logré acumular varias palabras
coherentes. No tenía claro el rumbo tan inesperado que mi vida había tomado y
la miseria que había descendido de, el diablo sabrá dónde, sobre mi cabeza.
Siempre fui una persona rencorosa que albergaba
un sinfín de palabras dentro de sí. Supongo que fue lo que me llevó a querer
ser escritor y redactar en revistas, periódicos y demás. Siempre intenté
regalar una sonrisa a quien la necesitara, a pesar de que mi carácter lo
hiciera complicado para mí. Siempre tuve la convicción de ser un buen padre y
estar presente allí para mi pequeña Claudia. Intenté hacer lo que era correcto,
pero no fue suficiente para escaparme de aquellas negras manos que azotaron la
nación y el mundo entero. Sentía culpa por ser el posible causante de esta
tragedia, sentía culpa por haber dejado que Claudia y su madre murieran a manos
de perversos animales sin razón, sin criterio. Animales armados que disfrutaban
la sangre vertiente que se despilfarraba en los campos de batalla, de los
cuerpos incinerados, de los cadáveres que se desmoronaban en la cámara de gas,
o que eran atravesados por balas en el paredón. No somos hombres, somos lobos en búsqueda de un poder
inexistente, de un poder efímero mientras acabamos con todo aquello que estorbe
en nuestro camino.
He
caído ante las garras de una Alemania monstruosa, de una Alemania que espero se
arrepienta de las muertes que ha provocado a lo largo de estos últimos años, de la estupidez con la que atentaron contra miles de vidas inocentes, la brutalidad de una nación unida por un negro motivo.
-¡Apunten!-
Gritó Mengele, mientras obedientes, los soldados apuntaban hacia mí. Miré con
desespero, como un perro callejero que estaba a punto de ser capturado para la
perrera.
El
cielo tronó en una secuencia de 10 cañonazos rápidos y certeros que impactaron
contra la pared y algunos contra mi pecho. Antes de que la vida se me fuera de
las manos y que mis pies me fallaran, saludé a los soldados gritando a todo
pulmón:
“¡Lebe
unser heiliges Deutschland!”.