miércoles, 18 de diciembre de 2013

Barrio viejo

Aquel barrio remoto y aislado parecía estancado en el tiempo. A pesar de estar en el corazón de la ciudad, estaba refugiado del ajetreo incesante de una metrópoli que nunca se detiene. Acorazado entre varias calles sin salida y arboledas en cada extremo, sólo tenía una vía de entrada, y quienes lo habitaban eran parejas decrépitas que a veces por suerte recibían visitas de sus familiares. Era un barrio anacrónico, de calles viejas e inquilinos abandonados por voluntad en su lecho de muerte, o como símil, en sus hermosas casas con grandes jardines. Allí, los viejos vivieron sosegados; los pocos que quedan aún siguen anhelando. En ese entonces un silencio profundo colmaba las calles del lugar: era posible escuchar a cualquier hora del día el revoloteo de las hojas secas en el asfalto por causa del viento. También cuando éste soplaba, los árboles proferían al unísono un ulular sinfónico de una exquisitez natural que no se podía escuchar en ningún otro lugar de la urbe. Cuando algún incauto llegaba hasta allí y caminaba unos cuantos pasos, el rostro adquiría un semblante diferente; caminar por esas calles viejas era como entrar en un mundo desconocido, mágico y silencioso. La tranquilidad revestía las casas y las calles, de una sensación enigmática y acogedora.  

Hoy sólo se escuchan los gritos delirantes del cambio generacional que ha ido reemplazando a los viejos. Los nuevos hijos son bulliciosos y tercos, y se han empeñado en tumbar los árboles que empezaron a levantar el pavimento y la tierra.
Ya no quedan los viejos que dormitaban sentados en las sillas rimax en las aceras, ni los viejos jeep corroídos y desvencijados.  En las calles sólo resuenan los sonidos metálicos de las nuevas máquinas, los martillazos que anuncian la proyección de nuevos y grandes edificios. El barrio ya no huele a hierba húmeda, si no a concreto recién vertido. Antes se podía escuchar al viejo músico cantar, mientras rasgaba algunos acordes en su guitarra. La casa del músico tiene un gran ventanal que daba a la calle, pero no tenía vidrio, sólo unas rejas en formas de arabescos y una cortina que siempre estaba abierta de par en par, que dejaba entrever una arquitectura arcana y mágica, con paredes llenas de cuadros que él mismo pintaba, pero por las nuevas construcciones,  el viejo ha tenido que sellar ese abismo maravilloso.
Quienes quedan ya no salen a la puerta de la casa a tomar el café, ni a contemplar el jardín. Los gatos que solían maullar en la noche se han ido y los conejos que en el día solían desfilar de jardín en jardín han desaparecido.
Poco queda de eso, sólo uno que otro viejo postrado en su cama esperando la suerte que su olor mortecino anuncie la desaparición del alma.

Ya no queda nada de eso; las calles se apagan, los viejos se van y las casas ya no son casas. Y sólo queda la maldición de envejecer en el momento que no era, en medio de un lugar que ya no es el mío. Sólo queda envejecer en una ciudad sin barrios viejos. 

lunes, 16 de diciembre de 2013

Estelas de fuego

Aquel día caminaba bajo una calurosa y sofocante tarde de julio. La defectuosa ventilación de mi residencia me obligó a buscar la brisa suave y refrescante que se colaba en la plaza principal. Un cielo rojizo e infernal, vigilaba mis pasos zigzagueantes que buscaban las sombras irregulares proyectadas por las edificaciones, que cambiaban al doblar en cada esquina. Los colores del cielo contrastaban con las estelas de nubes fragmentadas, que con sus formas evanescentes, aunadas al insoportable bochorno, sugerían llamaradas desprendidas por el firmamento. En esos días las personas buscan algún cafetín con ventiladores, cerca a la plaza, para apaciguar la agitación que les producía el caminar bajo el desolador e implacable sol.   
Me senté al lado de un bebedero de agua en una banca de la plaza que estaba bajo la sombra de un gran árbol, mientras concurrían en mi mente un sinfín de pensamientos que me recordaban el odio que siento por esta ciudad. Pero era paradójico: en uno de los días que más desespero había sentido en mi vida, el corazón de la ciudad me recibía con corrientes de aire refrescante que me abrazaban con suavidad y en uno de los lugares más frecuentados de la plaza. Pero en ese momento, por fortuna, la ciudad parecía hecha para mí, la plaza estaba casi desierta y me podía extender a mis anchas en la banca. Por lo general en la plaza siempre suelen haber grupos de viejos jubilados hablando, jugando ajedrez o a las cartas, algún que otro vendedor e infinidad de incautos, trabajadores, oficinistas y estudiantes que deben cruzar este lugar para llegar al Destino.
Pero el regocijo se convirtió en una tenue duda y preocupación. ¿Dónde estaría la gente si no es caminando o hablando desprevenidamente en la plaza de la ciudad? No quiero decir que era el único en la plaza, sólo que éramos pocos y quienes estaban, vagaban. Fui a los sucios cafetines alrededor de la plaza esperando ver sitios abarrotado de personas sudorosas y jadeantes refrescándose con los ventiladores, pero también estaban casi vacíos, únicamente unas cuantas personas ausentes sentadas cerca a la barra, con rostros imperturbables.
Fue cuando pasé cerca a una biblioteca que me percaté que estaba abarrotada de personas, incluso había unos cuantos peleando intentando ingresar. Nunca había visto a nadie, con tanta exasperación, buscando entrar a uno de estos sitios. Se insultaban y a veces empujaban, pero al parecer la biblioteca no podía albergar más personas.
Caminé un poco atemorizado y me topé con un museo, donde la situación se repetía. Un tumulto de personas gritaban en las afueras del lugar implorando que los dejaran pasar, pero un guardia les dijo que todo las salas estaban a reventar y no había donde más acomodarlos.
A una cuadra de allí, un hombre robusto y con una barba que le llegaba hasta el pecho, cerraba las puertas de un teatro, mientras le gritaba a un grupo de personas que se quedaban por fuera que el aforo estaba vendido y exhortaba con una leve sonrisa que fueran hasta una galería de arte dos cuadras hacia al norte.

La cabeza me daba vueltas. Nunca había visto en mi vida estos lugares a reventar, echando a personas que querían entrar y menos insultándose y empujándose con la finalidad de ingresar. ¿En qué momento la gente quería tanto estos lugares? Parecía que el arte estaba vendiendo. Lo que no supe hasta el día siguiente es que estos lugares de “arte” siempre tienen un confortable sistema de refrigeración, donde la gente se protege del fuego que arroja el cielo. 

martes, 10 de diciembre de 2013

Sueños diabólicos.


Dormitaba en medio de la noche en una esquina de mi habitación, rodeado de libros, maletines y demás cosas que me habían regalado mis padres y mis abuelos. Junto a la cama, el reloj marcaba las 2:22 de la madrugada. Siempre era de mi fortuna ver la hora con cifras idénticas y no entendía por qué. Algunos lo llamaban fortuna, otros me indicaban que debía pedir un deseo, pero yo solo encontraba confusión al ser inoportuno para ver la hora y encontrar allí cada número repetido. Tenía un mal presentimiento.

Llevaba meses sin lograr plasmar algo en el papel que estaba dentro de la máquina de escribir, en blanco, muerto y abandonado por la desértica falta de creatividad. Estaba a punto de enloquecerme, de ver todos los días empleados en acabar con esa sombra que no me dejaba fluir en el papel…Estaba desesperado.

Sentí que los párpados cedieron y permití que mis ojos se dieran un descanso corto, quizás de unos cinco minutos o diez, pero el pequeño paréntesis se convirtió en una extensa hora y desperté a las 3:33 de la madrugada. El reloj casi me sonreía macabramente.
Espabilé y noté que la hoja aún seguía en blanco. No sé por qué tenía la esperanza de que dormido balbuceara algunas ridiculeces que pudieran ser motivo de alegría, pero era demasiado bueno para ser cierto.

 Percibí una respiración detrás de mí. Volteé mi cabeza hacia donde estaba mi cama y noté que allí, sentado sobre ella, se encontraba aquel putón que tanto detestaba, aquel escritor de ideas sobrecargadas banal e innecesariamente, de detalles minuciosos, irritantes. Le llamaban Lioju Zarcortar

Sonreía con su cigarrillo en la boca y una mano entre su barba, acariciándola suavemente mientras me miraba con sus ojos saltones, como de camaleón. Miraba, luego, la máquina de escribir y sonreía burlonamente.

En medio de mi rabia, lo desafié a que escribiera algo que me desvelara por completo, que me destruyera las esperanzas. Pero me miró y negó con la cabeza, y en vez de eso, sacó de su bolsillo un ejemplar de su obra “Golosa”. Yo la odiaba. Odiaba aquellos párrafos largos en los que hablaba de una sola cosa durante la página entera. Enloquecí y él reía vilmente.

Me arrodillé y le pedí que me dotara de conocimientos para manchar el papel, aunque fuera de incoherencias rebuscadas. Su sonrisa se borró y mis ojos se abrieron y por primera vez escuché su voz. Una voz gangosa se pronunció desde lo más profundo de sus muertas entrañas, mientras que con su mano derecha, sacaba de su bolsillo una pluma que entregaba a mi mano. La tomé y todo se puso negro. Había sido solo un mal sueño, pensé. 
Me sacudí un poco la cabeza y vi que al lado de la máquina se hallaba aquella pluma curiosa que me había sido otorgada por aquel bastardo.

Tomé la máquina, quité el papel y comencé a redactar con aquella pluma cada sensación de ese horrible y humillante sueño, cada gesto, cada mirada, cada órgano que se desangraba al verle aquellos ojos saltones que no paraban de burlarse. No paraba de fluir, era como si todo aquello se estuviera escribiendo solo y las letras aparecieran mágicamente en el papel.


Escribí una de mis mejores obras, debo admitir… Compuesta de un diálogo excéntrico entre dos personajes que se conocen por casualidad en un lugar, de una ciudad, de un país. Fui aclamado, respetado por los lectores y los escritores a los que atrapé con mis palabras. Pero algo no estaba bien, algo no encajaba en aquella historia. Cada noche al acostarme releo aquél tomo que tardó dos horas en ser escrito y me doy cuenta que no es ni parecido a la compleja idiotez que este hombre redactó años atrás y me carcome el hecho de no lograr algo tan complejo como aquello que antaño fue, al punto de querer quemar mi máquina de escribir y dejar la escritura para siempre.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Inacabable

No recuerdo cómo escribir. Es decir, cómo contar una historia de principio a fin, cómo narrarla sin preámbulos, de una manera precipitada, ligera y sin atavíos. Hay quienes dicen que una historia se calcula: se establece un punto de partida y de llegada, y el resultado es ese, una situación planificada, perfecta y compacta. Pero también hay quienes consideramos que las historias se improvisan, letra por letra; no sé qué viene después de este chorro de palabras, pero los dedos se deslizan y poco a poco la idea va quedando plasmada, con poco sentido o incluso sin él. Alguna vez alguien me hizo un comentario: “Muy pocas veces me lanzo a escribir, pues los personajes y las situaciones se me salen de las manos. No sé qué hacer con ellos, me dominan y siento una impotencia profunda.” Yo creo que eso es lo verdaderamente mágico, implosionar por dentro, dejar las vísceras en el papel y rebajarse para darse golpes con las ficciones.

Pero ahí radica mi encrucijada, no recuerdo cómo hacerlo, cómo dejarme llevar, cómo sentirme inacabable. Hace mucho tiempo que no escribo por el simple placer de evacuar las emociones, y es debido al miedo de lanzar mis venablos injuriosos que lo único que hacen es recrudecer la moralidad que no practico, pero que “profeso” segundo a segundo.

Cuando se quiere hacer algo se espera tener una idea prodigiosa. En este caso tener alguna idea que satisfaga mi sed literaria, si es que se puede llamar de esa manera tan pretenciosa. Cuestión que espero nunca suceda, porque de lo inacabado resulta una estela de bruma que siempre extiende la meta cada vez más, logrando que un solo encuentro con la escritura sea innecesario y haya que recurrir a miles, para ser un poco más inacabable.


Los vestigios con los cuales he llenado estas páginas, son los fabulosos recuerdos que me ha dejado leer y releer, de las fotografías mentales del día a día, de las escasas experiencias que trastornan la mente y de las miles situaciones triviales que desechamos, y por supuesto, de los amores inacabados. 

viernes, 29 de noviembre de 2013

EL DIABLO DE MADRUGADA.

2 de la madrugada. Juan, apodado Juanito el loco, soltaba adiestradamente pintura de su lata, mientras hacía un graffiti, al lado de sus amigos Carlitos y David.

Juanito creía en la lealtad y la sinceridad hacia sus seres queridos, pero guardaba algo, algo que en realidad contrastaba con la realidad en la que vivía día y sobretodo noche, pues le ocultaba a sus amigos algo que sería considerado una deshonra en medio del grupo.

Como era de saberlo, Carlitos y David tenían sospechas sobre algo que ocultaba Juanito, pero no hacían caso y se acostumbraron a que Juanito les negara entrar por la puerta de su casa.

De igual manera, mientras seguían con el acto, una patrulla se acerca rápidamente y comienza a presionar a Juanito y sus amigos, empujándolos e insultándolos mientras miran desenfrenadamente alrededor, asegurándose de que nadie estuviera asomado desde el balcón con un celular filmando algo que seguramente iría a parar a las redes sociales.

Juanito se pone furibundo y alza la voz contra los agentes, objetándoles que tenía el absoluto derecho de estar allí haciendo el graffiti, pero manteniendo el respeto y conociendo los límites, pues por la educación que recibió de su padre, tenía claro cuál era el límite que tenía la paciencia de la autoridad.

Pero los agentes comienzan a tratar de hijueputas vándalos, descarados comunistas e incultos, sacando, dos de ellos, sus bolillos y los demás, detenían a Carlitos y a David, mientras les gritaban vulgaridades a los oídos. Los montaron a la patrulla y los agentes que estaban apaleando a Juanito sacaron sus pistolas mientras le descargaban 3 tiros cada uno. Se montaron a la patrulla y se desvanecieron en la noche.

2:10 de la madrugada. Al comando de la policía llega un llamado y el coronel Landázuri es informado de un asesinato a un muchacho a manos de supuestos policías que se acababa de llevar a cabo. Preguntó el coronel el motivo y dijeron que escucharon alegatos por el grafitti que el muchacho hacía con sus amigos.

El coronel se monta en una patrulla junto a otros 3 policías y van al lugar de los hechos, mientras se seca el sudor frío de la frente, especulando e imaginando la cara de la víctima.

Le dice al conductor que acelere, mientras comienzan a meterse por los recovecos de los barrios. Pensaba qué decir a los medios, en caso de que fuera verdadera la versión del homicidio por parte de unos policías del comando.

Al llegar, los servicios forenses andaban tomando nota de los hechos, mientras el coronel se bajaba de la patrulla y veía bocabajo a un muchacho de unos 17 años de edad tumbado con 2 tiros en las piernas y 4 en el torso.

Los policías comenzaron a cercar el perímetro y el coronel se queda apoyado en la patrulla esperando informes del forense. Le dice, “cuénteme”, mientras el forense revisa los papeles y mira al cadáver. El coronel reclama por el nombre de la víctima y el forense dice: Juan Landázuri.


Agradecimientos a Mateo Escobar, por aportar la idea para esta historia.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Lenguaje inmortal

El cabrón de Cortázar introdujo variaciones en el lenguaje, como por ejemplo el glíglico. Escribió capítulos con errores de ortografía, pasándose por el culo a la puta más barata: la RAE. Hizo lo que quiso en su literatura: vomitó conejitos, utilizó la esferecidad como más le convino; algunas de sus historias se revelaban en renglones impares y otras en los pares. Burló la inteligencia de la dictadura militar en argentina, utilizando con proeza la simbología en sus cuentos. Fumó hasta que se le pudrieron los dientes y habló hasta que murió con ese estúpido acento gutural afrancesado. Vituperó a los esnobs con dureza, y son ellos los que hoy en día se jactan de haber leído Rayuela al derecho y al revés. Y soy tan súbitamente bruto, que nunca lo he entendido.

Lo lograste, putón.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Agradecimientos.

A pesar de que ya he publicado hoy, quiero tomar el momento aprovechando que ando con ganas de escribir y dar una pequeña lista de agradecimientos.

La semana pasada se me otorgó un regalo por parte de mis papás, debido a la ya pronta graduación, e hicieron un álbum donde está organizada cronológicamente mi vida, por lo que quiero agradecerles a los partícipes de esta obra, de esta manera.

Quiero comenzar por dar gracias a mis papás, por haberse tomado el tiempo, no solo de quedarse hasta tarde haciendo esta tarea sin que yo me diera cuenta, sino también por haberme acompañado en un proceso, que debo decir, ha sido bonito, y a la vez duro, en algunos momentos de mi vida. Pero siempre, estando ahí, a pesar de las adversidades. No puedo pedir más de ellos, por proveerme apoyo permanente y familia, junto con mi hermana, que a su corta edad, puedo entablar ya conversación con ella y sentirme alegre de ello.

A mis abuelos, que con gran esfuerzo me dieron educación e infinito amor a lo largo de los años. Que a pesar de mi constante desagradecimiento, no saben que profundamente me encuentro agradecido por ser integrante de esta familia y haber aprendido tantas cosas de ellos.

A mis tíos, que a pesar de la lejanía, siguen estando presentes en todo momento, preocupados e interesados de mi bienestar. Sé que soy una persona que a veces resulta de pocas palabras, pero hay que ser realistas…Esta es nuestra herencia. De igual manera, debo decir que siento una profunda admiración y agradecimiento hacia ustedes por siempre brindarme aprendizajes que he ido aplicando a lo largo de los años.

Ahora, a Carlos Reyes:
Yo no pude haber tenido un mejor compañero de letras que vos. Yo, a diferencia tuya, no recuerdo en absoluto la primera impresión que tuve de vos…Pero algo es claro y es que llevamos años enteros de amistad donde he tenido gratos momentos con todos ustedes, hemos compartido gustos, sueños, risas, tristezas, y la distancia no ha sido un motivo relevante para que los lazos se rompan, sino que por lo contrario, creo que se han fortalecido más que nunca. No tengo palabras suficientes para agradecer tanto que has hecho por mí y las veces que has sido el camino para encontrar la razón en medio de rabias y confusiones.
No puedo pedir más mejor amigo que vos, porque más que amigo, sos un hermano.

Chilly:
Estás acertando al decir que no somos muy cercanos, pero el tiempo compartido últimamente me ha mostrado un lado tuyo increíble y bondadoso. Ojalá sea el comienzo de una buena amistad y de memorables momentos. Quiero dar también una felicitación para vos, porque pasamos por casi el mismo proceso de demorarnos un poco más para graduarnos, pero jamás nos detuvo el hecho de estar más atrás que aquellos con los que crecimos. Me atrevo a pensar que de no ser por esta experiencia, no habríamos crecido como personas y no nos habríamos conocido como ahora. Estoy orgulloso igualmente de haberte conocido y, al considerarme leal, solamente te puedo agradecer con una amistad.

David Castañeda, Camilo García y Tito Aguirre:
No se imaginan la sorpresa que tuve, y encima la risa, al ver la foto con ustedes (Y Tito dibujado). Últimamente se presentó un obstáculo entre nosotros, pero les digo que también extraño esa pequeña familia que tuvimos esos meses, pero igual, sepan, y esto también va para Juan Manuel Castañeda, Chinin, Feria, que les agradezco enormemente por haberme acogido en esa pequeña familia, por haberme permitido entrar en sus vidas y conocer a grandes personas. Les agradezco mucho el apoyo que han tenido conmigo y, de igual manera, no me queda nada más que agradecerles igual y ofrecerles mi amistad.

A Miguel Franco:
Yo sé que no pudiste escribirme, pero sé que tenías las intenciones de hacerlo. Estoy orgulloso de haberme podido acercar más a vos y conocer la lealtad en carne propia. Yo sé que esta es una amistad que no morirá con los años, y espero poderte pagar con la misma moneda. Me alegra haberte conocido.

Por último, pero no menos importante, a Jose Luis Arango:
De igual manera que inicié lo anterior, sé que no pudiste escribirme, aunque tenías la intención. Yo creo que ha sido de las amistades más impresionantes que he llegado a tener, de las situaciones más riesgosas, pero hilarantes que he pasado con vos. Te agradezco mucho por ser paciente, y de igual manera sé, que esto no terminará este año. Has sido como uno más de la familia en este poco tiempo, y yo sé que nos falta por vivir muchas aventuras extrañas en el futuro. Acá me tenes siempre, parce.

Esto es fuera del motivo que se conoce en Resquemor. Es un agradecimiento personal a las personas que fueron e iban a ser partícipes de este proyecto que hicieron mis papás. Si falta alguien, no es porque no quiera, hay más personas en mi vida, pero esta no será la única nota de agradecimiento este año.


Habitación 1410

Nevaba. Era el invierno más frío que había pasado en Canadá desde hace varios años.
Había llegado con sus maletas a un hotel, a una media hora de Toronto. Fue bien recibido en la recepción, mientras que la mujer que atendía buscaba afanadamente alguna habitación, pues el hotel estaba lleno de personas que habían parado a cubrirse de la tormenta.

Finalmente, la mujer de rasgos asiáticos le entregó una llave con la habitación número 1410. Tomó sus maletas y se encaminó al ascensor, donde se topó con una anciana de rasgos extraños. Ojos rasgados, nariz respingada, cabello corto y negro, piel amarillenta y unos dientes que dejaban rastro de un exceso de cafeína en ellos.

“Tiempo sin verte”, dijo la anciana. Él, patidifuso de las palabras que acaba de pronunciar aquella extraña mujer, intentó hacer memoria de su rostro, pero vagamente recordaba haberla visto alguna vez.

Al llegar a su destino, salió rápidamente del ascensor y fue a su habitación. Al entrar, encontró que su habitación tenía espejos por doquier, cosa que le perturbaba un poco, pero que intentó ignorar.

Estaba cansado, así que bebió un vaso de whisky y se echó a dormir en la cama. Un sueño extraño le atormentó la noche entera, una sombra le seguía. Despertó, 6 de la mañana, octubre 14.

Se levantó y no había ni un solo ruido en el hotel. ¿Acaso había terminado la tormenta?, vio por la ventana y notó que aún nevaba horriblemente. Su aspecto era fatal, estaba pálido, barbudo, y el pelo corto, pero desordenado.

Soltó un grito ahogado al ver a uno de los espejos de la habitación al notar verse a él mismo, pero con el pelo largo y barba afeitada, flaco, más niño.

Sentía que estaba enloqueciendo y corrió fuera de la habitación, dirigiéndose al ascensor y luego al bar del hotel. Todo era calma.

Al llegar al bar, un hombre de cabello liso, castaño y abundante, de baja estatura, piel rojiza y arrugada, lo miraba fijamente con unos ojos extremadamente azules.

Sonreía mientras decía “Se le ve pálido, amigo. ¿Qué le pasó?”, tardó en responder, viendo algo familiar en su rostro, como si lo hubiera visto en alguna otra persona alguna vez. 
“Nada, mal sueño, viejo.”
“Ah, le regalo uno para que se le olvide”. Bebió el nauseabundo aguardiente que puso al frente de él. Le provocó malestar.
“¿Sabe? Yo a usted lo he visto en algún lado…”  Decía el mesero mientras lo veía con esos escalofriantes ojos azules. “No, no nos hemos visto nunca.” Respondió con voz gangosa y lúgubre. Se levantó y decidió volver a su habitación.

En el trayecto, escuchaba pasos a sus espaldas. Se giraba constantemente para no encontrar nada detrás suyo, pero los pasos continuaban al voltear su cabeza.

En el ascensor, vio al espejo que había dentro. De nuevo, su reflejo, años atrás, estaba ahí, mientras una figura negra le acompañaba a su lado derecho. Era difícil notar su rostro. Era aquella sombra que lo perseguía en sus sueños, que lo acechaba cada noche.

Al abrirse la puerta, salió corriendo a su habitación para tomar sus cosas y correr. Entró, y en cada espejo, a sus lados, atrás, adelante, incluso arriba veía su reflejo con aquella sombra que reía.

Estaba asustado, no sabía qué hacer. En el espejo aparecieron también el hombre del bar y la mujer del ascensor, riendo. Estaba desesperado.

Era cierto. Había visto a esa mujer extraña y al hombre durante años en sus sueños, de la mano de aquella sombra negra que le abrazaba por la espalda, que sonreía desde el espejo, mientras lo señalaba.


Tomó un libro que tenía en la cama y lo lanzó contra el espejo con fuerza. Hubo un estallido y el espejo comenzó a fragmentarse. Aquella sombra se retorcía, mientras la extraña mujer y el hombre sangraban por el pecho. El niño, por el contrario, iba envejeciendo. Su pelo se acortó, su barba creció y su sonrisa floreció. Era él, nuevamente. Aquél 1410 se desvanecía de las llaves. Todo había terminado.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Miedo.

He tenido miedo. He tenido miedo, angustia. Me da miedo rendirme, me da miedo decepcionar a las personas y, sobre todo, a mí mismo. A veces, cuando los músculos arden en medio del Tatami, cuando el cuerpo no da más y necesito parar, siento impotencia de no poder lograr más, pero quiero continuar. Uno de los mayores miedos los tuve el sábado pasado, en medio de chorros de sangre y un ojo cerrado, temía a fracasar, de que mi cuerpo no diera más. Temía decepcionar lo que tanto he querido. A veces pienso rendirme, pero temo a ser juzgado de flojo, de incumplido y prometí que algún día, dedicaría una victoria a un amigo al que llevo escribiendo un rato cada mes desde que partió del mundo.

Y es ahí donde intento sacar motivación para continuar, sacar toda esa basura que me nubla la razón, que no me deja. Encuentro en este lugar una familia en donde río, donde aprendo, donde me siento tranquilo y el tiempo pasa rápido, lamentablemente.

Pero tengo como objetivo dejar de lado lo que yo mismo no puedo entender y hacer por una vez lo que siempre soñé y sé que lograré construir esa senda.


Y cuando por fin logre pisar la lona, iré hacia adelante.

lunes, 21 de octubre de 2013

Camino a la guerra.

Su guerra era distinta.
No era una guerra de balas,
Era una guerra de tinta

Sus pies le tiemblan al caminar,
Al caminar por los recuerdos
Que un día le hicieron llorar.

Su guerra era distinta.
No era una guerra de balas,
Era una guerra infinita

La guerra de risa, la guerra maldita,
La guerra que amas, pero termina.
Guerra de enamorados, muerte precisa.

Su guerra era distinta.
No era una guerra de bombas,
Era la muerte en vida.

viernes, 18 de octubre de 2013

Purgatorio


A mi lado seguía la chica con los ojos cerrados. Su cara no expresaba emociones. A pesar de que llevábamos más de 22 horas en el interior del bus atravesando la cordillera de los Andes, permanecía impertérrita, inerte. El viaje no le afectaba en lo más mínimo, y aunque en ocasiones el bus se sacudía con violencia, nada turbaba la paz de aquella inmóvil criatura. Sin embargo, yo estaba cansado. Maldije el día en el que emprendí ese estúpido viaje terrestre hacia Chile. Tenía la ilusión de darme unas vacaciones para huir del trabajo, huir de los objetivos que me imponen mes a mes y que mi jefe utiliza como amenazas de despido si no se llegaran a cumplir, pero hasta el momento todo iba mal. Después de tantas horas sentía que estaba sentado en una piedra, el cuerpo me ardía. En el instante que lograba dormir un poco, el vehículo pasaba un sobresalto y el sueño se quedaba fuera de mí. La alegría del viaje había desparecido a causa de mi desventura, y ya no sabía si prefería ese viaje o volver al infierno de mi trabajo. En esas horas, mi mente se nubló de odio: odiaba los tiquetes aéreos, los ricos, los que viajan en primera clase, los jefes, los comprometidos, los que estaban en Chile, los que se aman, los que se aman otra vez… pero a quien más odiaba era a la chica que estaba sentada a mi lado. Mi odio era envidia. ¿Cómo podía estar tan sosegada?

No supe cuándo ni a qué horas llegué a Chile, de golpe me desperté en el hotel. Las paredes tenían un aspecto sucio. Las puntas del papel tapiz estaban despegadas y el techo estaba agrietado. Estaba mareado y sentía una piedra sobre mi espalda, físicamente aún seguía agotado. Por más que intentaba pensar cómo había llegado hasta el hotel, era imposible recordarlo. La última escena que tengo grabada de mi vida era la cara de aquella chica, verdugo de mi pesadumbre. Mi reloj marcaba las doce del día y no se escuchaba ningún sonido al otro lado de la ventana.  La calle estaba vacía, no habían carros ni personas. Las ventanas de todos los edificios tenían las cortinas cerradas. Las hojas de los árboles no se movían; intenté abrir la ventana pero estaba atascada. No entendía muy bien lo que estaba sucediendo: de repente despierto en la habitación de un hotel sucio, no recuerdo el rostro del recepcionista y es difuso el momento en el que me bajé del bus, y lo que más me perturba, es el denso silencio que colma mi mente.
Por fortuna la puerta no estaba asegurada y pude salir a un corredor angosto y largo. El aspecto de las paredes era aún más deplorables: algunas porciones del papel tapiz rasgado dejaban entrever moho. Al final del pasillo había otra puerta, la cual daba paso a una segunda habitación con otra entrada. En medio de ambas había un extraño busto clavado sobre un pedestal, pero no era precisamente una escultura, era cabeza la de un hombre. Estiré las manos para desvirtuar lo que veía pero el horror fue mayor: podía sentir los pliegues de la piel del rostro, su barba suave y perfectamente cortada. No era una cabeza inerte, los pómulos estaban sonrosados y emanaban una leve sensación de tibieza, aunque sus párpados estaban cerrados. Tuve un impulso inconsciente y le pregunté que dónde estábamos sin recibir respuesta. Mis entrañas estaban ardiendo y se sacudían con violencia, tuve que acuclillarme para intentar apaciguar el dolor. Por más que intentaba ordenar mis ideas y darle una vaga explicación a mi cabeza de lo que estaba pasando, no lo conseguía y a medida que surgían más preguntas todo se nublaba más. ¿Qué significaba esa cabeza? ¿Cómo podía estar allí?
La quijada del busto empezó a moverse de un lado para otro, como si algo en su interior le molestara. Abrí lentamente su boca y saqué un pedazo diminuto de papel que ponía con letras irregulares: Purgatorio.
Atravesé la segunda puerta y me topé con una habitación idéntica en la cual había dormido. ¿Cómo se accedía entonces hasta ese lugar si no había ningún tipo de escalera o de entrada?
Junto a la ventana había una chica sentada en un sillón, era la misma chica del bus. Era el verdugo, su rostro no se borraba de mis recuerdos. Es lo único que recordaba y la única seguridad que tenía. Finalmente pude ver sus ojos abiertos, pero ella seguía ausente, dirigiendo su atención a las ventanas cubiertas por las cortinas. Con la perdición en la mirada, con la mirada perdida. ¿Qué hacemos aquí? ¿Dónde estamos? Le pregunté con un grito ahogado y agitado. No respondió. Seguía tranquila. Estaba perdida pero sosegada. Empecé a llorar quedamente y por primera vez la chica se movió. Sin despegar los ojos de la ventana dijo que era la hora. ¿¡Hora de qué!? Grité desesperado. Se levantó y se acostó en la cama, dejando un espacio libre; siempre con los ojos clavados en las ventanas exteriores. Me rendí; quería la calma de aquella chica, la tranquilidad de su indiferencia. Me tumbé al lado de ella, pasé mi brazo alrededor de su cuerpo y comencé a llorar con mi rostro pegado a su pecho.
Las paredes se desvanecía, se derretían. Lágrima a lágrima.

jueves, 17 de octubre de 2013

Aquelarre


I

En torno al altar
El céfiro les acariciaba el rostro
Y les ondeaba los andrajos.
Apacibles, aguardaban la caravana
Rebosante de bárbaros.
Los árboles ensombrecían la senda por la que han de llegar
En fila india y con el rostro cubierto,
Directo al abismo.
La procesión entrante
Les produjo regocijo a las arpías.
Con un gesto frívolo y febril
Dejaron entrever sus dientes filudos y amarillentos.
Los brazos famélicos de las brujas
Buscaban con desespero a los infieles.
Unas chillaban,
Otras reían,
Otras se pasaban los dedos por el sexo.
Siempre en el mismo lugar,
Inmóviles
Contemplando a las criaturas.
Sedientas.

II

Con la vista nublada,
Sentía el abismo,
Aterido de frío.
Sentía su respiración
Gélida,
Sentía la caricia de sus huesos
Glaciales,
Sentía el roce de sus labios
Helados, exangües y delgados.
No la divisaba,
Pero con exhortaciones,
Me incitaba a continuar.
Y yo, seguía.
Sin vacilar,
Sin dudar,
Absorto
Ante tanta exquisitez,
Ante el abismo.

martes, 8 de octubre de 2013

Un buen libro


Quisiera dejar el libro en el segundo capítulo,
dejarlo en un cajón oscuro, húmedo y con cerrojo,
y condenarlo al olvido.
Colgarlo en un tendedero,
de la portada y la contraportada;
dejarlo a la intemperie,
para que se moje y el mismo peso lo rasgue,
ver cómo la tinta se pierde en la humedad,
y en la oscuridad de leer y no comprender.

Quisiera arrojarlo a la calle,
para que los salvajes lo destruyan,
que la soledad lo corroa,
que las miradas inquisidoras lo desprecien,
que la muerte lo tome de las hojas.

Deseo guillotinar la impropiedad de los personajes,
desmentir los mitos de su arte,
sacudirlos de los hombros,
vituperarlos y arrojarlos al vacío,
estrellarlos contra el cristal.
Escupirlos en la cara,
y decirle que no saben amar, que no se saben amar.
Quisiera gritarle a ella, y que me injurie,
decirle que se personifique adecuadamente,
que no finja, que llore,
que expulse cada lágrima retroactiva
desde que pensó que su vida era un buen libro.

lunes, 7 de octubre de 2013

Lo que en realidad extraño.

Yo no sé a veces qué sucede en mi sistema nervioso. Se enciende, se apaga, se funde. Tengo momentos como ahora en donde las letras no salen, donde estoy ensimismado en cosas de poca importancia.

Hay épocas en las que el tiempo me hace recordar el pasado que fue brillante, momentos en los que el tiempo me hace soñar  con cosas que mis manos no alcanzarán y sigo sentado en el sofá de mi casa, perdiendo el tiempo sin saber por dónde tener aquella extraña emoción que me satisfaga.

Tengo aún aquellos moretones que esa caída fuerte me provocó, de la que me levanté, pero aún me hace falta esa chispa que me encienda, que me haga volver a tomar los guantes y seguir ese camino que inicié y que anhelé tanto, que disfruté 1 año, donde el dolor no importaba y la sangre brotaba naturalmente, sin miedo alguno, donde el sudor no era cuestión de desagrado, donde recibías una felicitación por lo que un hombre que anda por la calle te diría animal, déspota e inculto, donde al entrar por tu puerta conciliabas el sueño con cada músculo derruido, pero siempre con la sonrisa de saber que pronto volverías a aquél recinto de compañerismo y de apoyo, de bajar aquellas energías destructivas que devastan tu ego, tu voluntad, tu convicción, donde logré calmar ese dolor que tuve cada noche de cuchillos largos en la que recordaba lo que pude lograr en algún momento específico de mi vida, en el lugar donde me convertía en una bestia que saciaba sus penas en golpes y a la vez, irónica y eventualmente, en mejor persona.

Ah, qué falta me hace sentir los guantes en mis manos.


martes, 1 de octubre de 2013

Inverso


Sentada junto a la ventana
miraba las gotas destruirse contra el asfalto.
Tenía los ojos perdidos, y la vida también.
Yo miraba su espalda desnuda,
y sabía que estaba más perdido que ella.
Yo en ella, ella en el tiempo; suspendida.

Encendía el cigarrillo y después de las primeras volutas
lo arrojaba sin expulsar la bocanada,
como queriendo morirse.
Unos minutos después volvía a hacer lo mismo.

Qué desperdicio –pensaba- pero jamás lo decía.
Parecía que leía mis pensamientos,
y mientras reflexionaba sobre ese ritual,
decía que lo único bueno del cigarro era el primer suspiro.

Después de eso me entristecía, me leía, me conocía.
Seguía dándome la espalda,
mientras yo le daba la vida.
Su espalda se transfiguraba,
los huesos de su lomo se marcaban en la piel,
se movían, hablaban, la vomitaban, la odiaban.
Yo la odiaba, la amaba,
su espalda soberbia, altiva, arrogante.

Yo miraba la vida, la miraba a ella.
Ella miraba la calle, su realidad.
Ella mi realidad.
Su inextinguible capacidad de causar dolor.
Un revés, una ínfima espalda huesuda,
contenía toda la miseria del mundo.

jueves, 12 de septiembre de 2013

La sagrada Alemania.

La situación se ha vuelto insostenible. Las pesadas botas resonantes hacían eco en la calle y sus negros abrigos los cubrían de la lluvia mientras alzaban sus gruesas manos en permanente saludo al tercer Reich.

Hacía mis maletas e intentaba mirar a la ventana lo menos posible para evitarme una casual mirada de un soldado curioso que pudiera retenerme y, a lo mejor, fusilarme frente al pórtico de mi casa.

Una vez la marcha se esfumó, tomé mi abrigo, una bufanda lo suficientemente larga para cubrirme parte del rostro, una gorra y mi maleta.

Había sido despedido la noche anterior del Zeitungszeugen, un periódico nacionalsocialista en el que redactaba. Por haber escrito un artículo que tuvo una gran relevancia al ser visto la semana anterior sobre una larga investigación que surgió de rumores que escuchaba en las calles sobre un doctor que atentaba de manera atroz contra los prisioneros en Auschwitz. Más tarde, esa misma edición fue descontinuada por orden directa del Fürher, poniendo precio a mi cabeza y llevándome a lo que inicié, con mi jefe al frente y su cara regordeta llena de miedo y lástima avisándome que lo mejor era que huyera de la ciudad y dejara tranquilo a los que trabajaban en el establecimiento para evitar daños colaterales.

El servicio aéreo en Europa era inestable por la inversión que las aerolíneas hicieron para asistir al ejército, por lo que tuve que conseguir, por medio de contactos, un avión privado para salir cuanto antes a tierras latinoamericanas, a Argentina, para ser más específicos. Tenía expectativas de realizar una nueva novela con mis experiencias en aquella nueva tierra para mis sentidos.


Debo decir que el fantasma de mi patria me persiguió varias noches. Los tiroteos, la noche de los cuchillos largos, la sangre derramada de gente inocente, los cuerpos sin vida y los ojos que con los minutos perdían su luz y se convertían en un nubarrón inerte de tinieblas, las bombas que caían a lo lejos y fragmentaban con un estallido los tejados, los discursos políticos de la mente criminal que nos regía y sobre todo, aquella macabra sonrisa del Ángel de la muerte que experimentaba en Auschwitz con gente inocente sometida a quién sabe a qué. Eran motivos para despertar empapado en sudor y con la respiración agitada e intranquila.

Pero a pesar de esto, traté de concentrarme en mi nueva vida, dando largas caminatas por las plazas y tomando café mientras mi día era amenizado por el dulce ritmo del tango y el calor de los nativos.

No podía evitar llegar en las noches y tratar de encontrar noticias sobre la guerra. Mientras encendía el radio e intentaba entender las noticias con el poco español que aprendí en mi niñez, tomaba la pluma y escribía cartas a mi familia con un seudónimo que me ocultara de la jurisdicción nazi.

Escribía a mis padres y de vez en cuando a mi ex mujer, que a pesar de ello, teníamos una buena relación y juntos compartíamos la custodia de nuestra hija, Claudia, a quien le escribía un cuento en cada carta para sus noches de angustia en medio del campo de batalla.

Ah, Claudia…¡Cómo extrañaba a mi pequeña Claudia!, sus ojitos grises y sus dientes blancos que brillaban con el reflejo del sol en las tardes mientras se columpiaba en el parque. Ese cabello ondulado con el que el viento jugueteaba, esas manitas que me apretaban mis enormes dedos mientras caminábamos por las bibliotecas donde siempre pedía que le comprara uno que otro cuento. Pensar que no tuve el suficiente tiempo para sacarla de aquel calvario por el que pasaba Alemania, de toda la destrucción en la que estaba creciendo. Su seguridad me preocupaba, no solo por la violencia que se llevaba a cabo en las calles, los aviones rodeando las ciudades, sino en especial porque la familia de su madre era judía.

Pero no podía evitar pensar que en el campo de concentración de Auschwitz, aquel personaje que tenía un apodo contrastante a su demoníaca personalidad, El ángel de la muerte, se hallaba en algún laboratorio abriéndole el estómago a alguna de sus marionetas judías para ver cuánto soportaba el dolor un ser humano sin anestesia, amputando las extremidades de algún infante, poniendo sustancias químicas en sus ojos para intentar cambiar su color, o quizás los hacía pasar horas en temperaturas extremas y determinar el punto de quiebre de aquel infortunado ser humano que se topó con la miseria en carne viva.

La estupidez humana no había llegado a un grado tan alto. Nazis contra judíos, razas contra razas, el hombre contra el hombre. No podía haber mayor grado de intolerancia y muestra de idiotez en una sola cabeza, pero aquel hombrecillo de bigote extraño, bajo y decrépito había sido la consolidación de la bestialidad conglomerada en un solo hombre, en un solo discurso que movió a una nación entera. ¿Será posible que, si salimos de esta, el mundo esté consciente de los cambios que debe de hacer para reestructurar la moralidad sobre el hombre? Tengo la esperanza.

Dos meses después, una carta de mis padres había llegado a mi apartamento alquilado. Me tambaleé y caí sobre la nevera de la cocina mientras las lágrimas corrían la tinta del papel. Claudia y su madre habían sido atrapadas en una redada camino de vuelta a casa y enviadas en el primer tren con dirección a Polonia y asignadas a Auschwitz-Birkenau, donde El ángel era el médico jefe.

Inmediatamente, traté de contactar al piloto que me trajo, que por fortuna, se encontraba en Argentina, después de traer unos cuantos que se fugaban de la guerra, y en la madrugada siguiente, partía de nuevo hacia Alemania.

No pude dormir en el vuelo, estaba angustiado, asustado…Quizá mi pequeña Claudia yacía en el suelo fusilada o exhausta por los trabajos forzados. Claudia, la luz de mis ojos, la pequeña que vi nacer y crecer durante 7 años. No podía soportarlo.

Arribé y tan pronto toqué suelo alemán, corrí con mi maleta mientras, nuevamente, me tapaba con mi bufanda y mi gorra para evitar las miradas curiosas. Tomé un taxi y corrí a casa de mis padres.

El viaje estaba estimado para una media hora, pero con lo que logré acosar con mi implacable insistencia al conductor, logré llegar en 15 minutos. Entré bruscamente por la puerta de atrás.

Se alarmaron al ver a un tipo cubierto hasta el rostro, pero prontamente me descubrí y los abracé, mientras desataba la tristeza que me albergó durante las horas de vuelo. No soy un tipo que gusta de dejarse derrumbar en público. No me gustaba que las personas vieran las lágrimas verter de mis ojos; me sentía débil, impotente.

En efecto, mis padres confirmaron que su carta era cierta y el tren había partido el día anterior y que lo mejor era esperar, pero no podía permitir que esta salvajada se efectuara, era inhumano, no solo ignorar la fortuita captura de mi pequeña Claudia y su madre, sino también por las familias que, a escondidas, esperaban noticias de sus familiares que se hallaban en los círculos de infierno alemán.


Sabía que mis padres no me permitirían cometer la locura que tenía pensada, pero pasada la noche, durante el toque de queda, salté por la ventana intentando hacer el menor ruido y me encaminé con la cara al descubierto por las calles, intentando ser parte de una repentina redada.

Caminé y caminé sin nada de suerte y temía que, de encontrarme absolutamente solo, pudieran fusilarme en plena acera, pero en la cuadra siguiente, pude visualizar un retén donde estaban acorralando una familia judía. Caminé un poco más rápido e hice un gesto de sorpresa un tanto fingido, mientras un soldado nazi me miró directamente y gritaba a sus compañeros que me atraparan. Me tiré al suelo y puse mis manos en la cabeza sin dar resistencia, me alzaron por los codos y me pusieron en una hilera junto a la familia judía que me miraba desconcertada. Intenté hacer un gesto con la cabeza de negación para que no dijeran nada y les sonreí. Agacharon la cabeza y nos metieron en un camión que nos llevó a la estación de trenes.

Allí llegaron otros 3 camiones llenos de judíos que aún se resistían a ser ingresados a los campos de concentración. Un soldado estaba repartiendo por grupos los destinos a los que serían enviados y yo rogaba porque Auschwitz-Birkenau fuese el mío.

Pasaban frente a los reclusos, pidiendo documentación para verificar si eran o no judíos. Sabía que al mostrarlo no iban a destinarme, así que con cautela, ofrecí al hombre a mi izquierda mi libertad por su libreta. El hombre me miró desconcertado pero con una felicidad contenida que se dibujaba por lapsos en la comisura de sus labios.

Lágrimas brotaron de sus ojos y con las manos temblorosas me entregó su identificación, mientras que recibía la mía y con voz quebrada me habló algo que apenas logré escuchar como un “gracias”.

El soldado se iba acercando cada vez más y cuando llegó al hombre a mi lado, revisó sus papeles con mirada suspicaz, pero que finalmente le dejó en libertad. Al llegar a mi lado, revisó los papeles falsos que tenía y mirándome fijamente dijo: Auschwitz- Birkenau.

Subí al estrecho vagón en el cual me iba a dirigir hacia mi pequeña Claudia. Era estrecho, maloliente y estaba atiborrado de judíos que temían por la suerte que les deparaba.

Intenté dormir recostado a la pared del vagón. Entre cerraba los ojos pero no me hallaba y el calor comenzó a sujetarme por la espalda baja y a cada kilómetro que pasaba iba subiendo. Me sentía exasperado.

Sin embargo, en la esquina del vagón había una niña que temblaba en los brazos de su madre. Parecía con una fiebre inmensa y me dispuse a quitarme mi abrigo y abrirme paso entre las personas. Al llegar junto a ella, miré a su madre y le dije que mi abrigo podía no servir mucho, pero al menos ayudaría a mantenerla un poco alejada del frío al que estaba sometida. Me miró con los ojos envueltos en lágrimas y me preguntó “¿Tiene usted hijos?” a lo que respondí con una mirada y un gesto con la cabeza, asintiendo. Luego dije: “Sí, voy a visitarla”. Me miró incrédula mientras me levantaba y le sonreía. Me recosté nuevamente e intenté dormir un poco.

Un traqueteó repentino me sacó de mi sueño y me hizo resbalar. La mayor parte de las personas cayeron junto a mí y nos levantamos un poco azorados, otros temerosos y algunos estallaron en un llanto incontrolable.

La puerta se abrió y nos apuntaron con los rifles, nos hicieron bajar rápidamente y formarnos en una hilera para entrar. Las mujeres eran llevadas por un lado con los niños y a los hombres nos ponían al lado contrario para ingresar. 141010 era el número que me entregaron y con el que debía ser reconocido de ahora en adelante, pues mi nombre había sido esfumado por la imponencia subnormal de aquellos animales despiadados.

En cuanto me entregaron aquel gris, mugroso y deprimente uniforme de rayas gris, intenté averiguar una manera de contactar con Claudia. Nos pusieron a levantar ladrillos como trabajo forzado. Eran aproximadamente las 5 de la tarde y yo comenzaba a perder la cabeza.

Comencé a indagar por las mujeres y niños que habían ingresado hace dos días, di sus características físicas, pero nadie supo responderme. Pasaron tres días y mi cabeza estaba a punto de estallar.

Un hombre de baja estatura y con un ojo de vidrio se acercó a mí mientras martillaba unas tablas para las nuevas barracas destinadas a futuros miembros de este club de mala muerte.

Su nombre era Blaz y supo quién era yo, pues en las barracas ya se rumoreaba de un loco más que buscaba a su familia. Lo curioso, es que Blaz había ingresado al campo el mismo día que Claudia y su madre.

-Las mujeres ingresaron directamente al campo, pero no todas de la mano de sus hijos.- Decía Blaz con todo sombrío y auguro. Mis pies temblaron y rogué que las palabras que estaba a punto de decir no salieran jamás de su boca. –Varios niños fueron separados y fueron llevados a las barracas especiales del Dr. Josef Mengele, aunque aquí se le llama…-

-El ángel de la muerte.- Interrumpí a Blaz y traté de contener las lágrimas. El miedo me tomó por los hombros y me acuchillaba mientras imágenes terroríficas de mi pequeña hija, tendida en una camilla de cirugías, era lentamente torturada por esta escoria humana.

Me derrumbé. Estaba destrozado y mis esperanzas se habían esfumado, como si la lluvia que caía sobre nosotros las hubiese arrastrado por el fango por el que caminábamos.

No concilié el sueño aquella noche. Mi cabeza estaba perdida, finalmente. Me bajé de la litera suavemente para no despertar a nadie y me escabullí por entre las barracas, tratando de ocultarme de los soldados que vigilaban en la noche y los perros que olfateaban a largas distancias. Me arrastré por debajo de las barracas y me cubrí totalmente de barro para evitar tener un olor fuerte que atrajera a los canes. En el límite del lado de los hombres y las mujeres, comencé a cavar en medio de la lluvia el fango para lograr pasar por debajo del enrejado. Cavé con velocidad y sintiendo la paranoia de escuchar el rifle apuntando a mi sien.

Cuando logré hacer una cavidad lo suficientemente decente para que mi cuerpo pasara por allí, me arrastré y continué.

Abría las puertas con suavidad de las barracas donde las mujeres se hallaban e intentaba distinguir si Kerstin, mi ex mujer, se hallaba allí, pero no tuve éxito. Busqué en 3 barracas de las cuales no se veía rastro de ella y me preguntaba si acaso sabía el peligro en  el que podía estar Claudia.

Pero a lo lejos divisé un montículo extraño, deforme, lleno de baches extraños. Me acerqué lentamente y un hedor se levantó de la tierra y me llenó el olfato al punto de generarme arcadas. Eran mujeres asesinadas. Algunas vapuleadas, otras acuchilladas o con agujeros de bala en sus rostros y cuerpos. Pero una cara se me hizo conocida. Kirsten yacía en el tope del montículo con una herida de bala en el cuello.

Caí de rodillas sin darme cuenta de lo que en realidad estaba viendo. Un soldado se acercaba con mirada distraída  y tuve que reaccionar para ocultarme de su vista. Tenía que sacar a Claudia de allí, aunque tuviera que dar mi vida por su libertad.

Al soldado distraído se le unió un compañero que comenzó a hablar de los gritos despavoridos que salían de la sala de experimentación de Mengele, pues debía dar ronda allí cada 10 minutos y le era imposible sentirse tranquilo mientras escuchaba aquel calvario.

Al terminar su habladuría, continuó su ronda y le seguí de lejos. Dio vuelta en algunas barracas y se dirigió a un establecimiento construido en cemento con iluminación, cosa que me extrañaba a estas horas de la noche. Cuando nos acercamos y logré comprobar que no había nadie más aparte del soldado que estaba en frente mío, lo tomé por el cuello y comencé a ahorcar para cortarle el flujo de sangre a la cabeza y dejarlo sin conocimiento.

Lo dejé en el suelo y me dirigí hacia las ventanas para ver si lograba visualizar algo y escenas sádicas acudieron a mi vista. Niños semi desnudos con el pecho abierto y sus órganos al descubierto, sangre en las baldosas y sus ojos inertes miraban al vacío.

Miré al guardia que aún no despertaba y vi que en su cinturón tenía una llave. La tomé y la encajé en la cerradura del sombrío establecimiento. Entré con cautela y no percibí nada más que un desagradable hedor a muerte prematura.

Caminé por las habitaciones lentamente con asombro. Niños con los ojos brotados y agujereados por las jeringas con las que habían sido inyectados, con los brazos colgando o casi todos sus órganos fuera o gemelos con las venas entrelazadas entre sí, supongo que intentos fallidos de generar siameses. Era grotesco, despiadado, desalmado, era impunidad.

Entré en la última habitación y el cementerio infantil no se detenía. Pasaba por las camillas y ninguno de los infantes se parecía a mi Claudia. Me sentía un tanto tranquilo y pensé que quizás Claudia había regresado a las barracas, junto con las mujeres.
Me dispuse a salir, pero vi una puerta metálica frente a mí. A medida que me acercaba sentía más y más frío. Mi corazón latía con fuerza.

Abrí la fría puerta y ante mí, la pesadilla continuó. Unos 10 niños se hallaban congelados. Las pestañas despilfarraban hielo que se juntaba sobre ellas y sus labios eran tiesos. Algunos con sus pequeños ojos cerrados y otros, con muecas de dolor y desamparo.

En el centro de aquél congelador, una niña de cabello tieso por el frío y manitas pequeñas, se hallaba acurrucada en posición fetal. Era Claudia.Mi cerebro ardía de ira. Tomé el cuerpo de Claudia en mis brazos y lo abracé mientras gritaba con un dolor que salía de lo más profundo de mis entrañas. Perdí la noción de todo y no me importó que fuera descubierto allí mismo, Claudia murió y fue usada como si fuera una muñeca de porcelana.

Jugaron con ella y torturaron a un ser angelical que daba vida a mis letras, que daba vida a mi existencia. Prometí sacarla con vida, prometí dejarle ver nuevos horizontes. La humanidad estaba loca. No merecía ser llamada humanidad, aquello era falta de humanidad. Eran animales con el cabello engrasado y trajes impecables, mientras se pavoneaban pisoteando a cuanto judío se les pusiera en frente. Era falta de inteligencia, eran trogloditas, déspotas, desgraciados, eran unos hijos de puta.

Dos soldados irrumpieron en el lugar y me golpearon en la cabeza con sus rifles. Me tomaron por los brazos, dejando caer a Claudia sobre el suelo. Me resistí y los empujé contra la pared, pero un tercer soldado, el mismo que minutos atrás dejé inconsciente, entró en la habitación, disparándome en la pierna y haciéndome perder el equilibrio, con lo que los 2 primeros soldados aprovecharon y me inmovilizaron.

Me sacaron del establecimiento a rastras y me pusieron contra la pared. Varios soldados acudieron, mientras un hombre con gabardina y lentes se acercaba. Su cabello estaba bien presentado y tenía un aspecto impecable. El ángel de la muerte se paraba en frente, se burlaba con la mirada y una sonrisa cabrona en sus labios.

Debo decir que en un lapso tan corto de tiempo logré acumular varias palabras coherentes. No tenía claro el rumbo tan inesperado que mi vida había tomado y la miseria que había descendido de, el diablo sabrá dónde, sobre mi cabeza.


Siempre fui una persona rencorosa que albergaba un sinfín de palabras dentro de sí. Supongo que fue lo que me llevó a querer ser escritor y redactar en revistas, periódicos y demás. Siempre intenté regalar una sonrisa a quien la necesitara, a pesar de que mi carácter lo hiciera complicado para mí. Siempre tuve la convicción de ser un buen padre y estar presente allí para mi pequeña Claudia. Intenté hacer lo que era correcto, pero no fue suficiente para escaparme de aquellas negras manos que azotaron la nación y el mundo entero. Sentía culpa por ser el posible causante de esta tragedia, sentía culpa por haber dejado que Claudia y su madre murieran a manos de perversos animales sin razón, sin criterio. Animales armados que disfrutaban la sangre vertiente que se despilfarraba en los campos de batalla, de los cuerpos incinerados, de los cadáveres que se desmoronaban en la cámara de gas, o que eran atravesados por balas en el paredón. No somos hombres, somos lobos en búsqueda de un poder inexistente, de un poder efímero mientras acabamos con todo aquello que estorbe en nuestro camino.

He caído ante las garras de una Alemania monstruosa, de una Alemania que espero se arrepienta de las muertes que ha provocado a lo largo de estos últimos años, de la estupidez con la que atentaron contra miles de vidas inocentes, la brutalidad de una nación unida por un negro motivo.

-¡Apunten!- Gritó Mengele, mientras obedientes, los soldados apuntaban hacia mí. Miré con desespero, como un perro callejero que estaba a punto de ser capturado para la perrera.

El cielo tronó en una secuencia de 10 cañonazos rápidos y certeros que impactaron contra la pared y algunos contra mi pecho. Antes de que la vida se me fuera de las manos y que mis pies me fallaran, saludé a los soldados gritando a todo pulmón:

“¡Lebe unser heiliges Deutschland!”.