Sentada junto a la ventana
miraba las gotas destruirse contra
el asfalto.
Tenía los ojos perdidos, y la vida
también.
Yo miraba su espalda desnuda,
y sabía que estaba más perdido que
ella.
Yo en ella, ella en el tiempo;
suspendida.
Encendía el cigarrillo y después de
las primeras volutas
lo arrojaba sin expulsar la bocanada,
como queriendo morirse.
Unos minutos después volvía a hacer
lo mismo.
Qué desperdicio –pensaba- pero jamás
lo decía.
Parecía que leía mis pensamientos,
y mientras reflexionaba sobre ese
ritual,
decía que lo único bueno del cigarro
era el primer suspiro.
Después de eso me entristecía, me
leía, me conocía.
Seguía dándome la espalda,
mientras yo le daba la vida.
Su espalda se transfiguraba,
los huesos de su lomo se marcaban en
la piel,
se movían, hablaban, la vomitaban,
la odiaban.
Yo la odiaba, la amaba,
su espalda soberbia, altiva, arrogante.
Yo miraba la vida, la miraba a ella.
Ella miraba la calle, su realidad.
Ella mi realidad.
Su inextinguible capacidad de causar
dolor.
Un revés, una ínfima espalda
huesuda,
contenía toda la miseria del mundo.