Yo estaba sentado en una banca del parque, en esa tarde inolvidable, por que inexplicablemente el cielo se tornó naranja, ahí donde estaban las montañas bordeándolas en sus partes más altas, cuando tenía 17 años no entendía este fenómeno, ahora a mis 27 años tampoco entiendo este maravilloso suceso de la naturaleza, estas cosas es mejor no saberlas, pues si no perderían su encanto.
En esta época de mi vida no sabía a qué me quería dedicar ni estudiar, ni trabajar, sin embargo, si sabía quien quería ser y como me quería ver. Salí al parque porque quería reflexionar sobre esto, deseaba darme una respuesta a estas incógnitas, perdón, discúlpenme por la falta de sinceridad, le iba a dar una respuesta a la sociedad, no a mí mismo, pues yo ya la tenía, pero no me entendían, no sé si me comprendan, en lo más profundo de mí no quiero que lo hagan.
Así pues, estaba ahí sentado reflexionando, salía humo de mi cabeza ¿o de mi mano?
A veces cuando pensaba en estas cosas, deseaba que alguna especie de genio de la botella o de salvador divino, bueno no tan exigente, algún ser carismático me dijera: buen muchacho, no se preocupe, su vida está asegurada, sus necesidades básicas están cubiertas, puede dedicarse el resto de su vida a sus mayores gustos. ¡Ah! que bueno hubiera sido esto, no hablo de una vida sin responsabilidades, solo que me hubiera gustado dedicarme a mis ideas altruistas de dar todo por los demás, de poder viajar y conocer culturas, ir al cine, a teatros, a museos, escribir mis anheladas historias, pero y nunca creí en esos seres, tal vez por eso nunca llego ese anhelado sujeto. A sí que el tiempo asesino como todos lo conocemos, iba corriendo tras de mí, me pedía una respuesta sincera y razonable, pero yo no encontraba nada.
A sí que me dejé llevar por mis ideas artísticas más profundas, ese día decidí que iba a buscar una casa de campo, en las afueras de la ciudad con algunos amigos pintores que tenía, entre todos nos íbamos a ayudar para sobrevivir, pintaríamos cuadros y escribiríamos cuentos cortos para las revistas literarias de la ciudad.
Ese fue mi pequeño plan, arriesgado, por cierto, me condené a mi mismo al fracaso o a la extrema felicidad.
Unos meses después este hermoso proyecto comenzó. Pinté, escribí, leí, sobreviví, conocí, me culturicé, entregué todo por los demás, hice todo lo que quise y así los años fueron pasando, la gente conoce mis pinturas abstractas y extrañas que cuando se miran pueden imaginar cómo sería el infinito, se conocen mis cuentos de poetas desesperados y doy clase a los niños y jóvenes de la escuela pública que queda cerca de la casa de campo donde vivo.
Diez años después, estoy condenado a la extrema felicidad, sigo haciendo estas cosas maravillosas, con mi mayor dedicación y poniendo por delante mis sueños y mi felicidad, he logrado que mis anhelos de joven de 17 años fueran desarrollándose y al final se estén convirtiendo en realidad.
Historias ficticias que quisiera ser realidad, pero que tal vez serán.