jueves, 12 de septiembre de 2013

La sagrada Alemania.

La situación se ha vuelto insostenible. Las pesadas botas resonantes hacían eco en la calle y sus negros abrigos los cubrían de la lluvia mientras alzaban sus gruesas manos en permanente saludo al tercer Reich.

Hacía mis maletas e intentaba mirar a la ventana lo menos posible para evitarme una casual mirada de un soldado curioso que pudiera retenerme y, a lo mejor, fusilarme frente al pórtico de mi casa.

Una vez la marcha se esfumó, tomé mi abrigo, una bufanda lo suficientemente larga para cubrirme parte del rostro, una gorra y mi maleta.

Había sido despedido la noche anterior del Zeitungszeugen, un periódico nacionalsocialista en el que redactaba. Por haber escrito un artículo que tuvo una gran relevancia al ser visto la semana anterior sobre una larga investigación que surgió de rumores que escuchaba en las calles sobre un doctor que atentaba de manera atroz contra los prisioneros en Auschwitz. Más tarde, esa misma edición fue descontinuada por orden directa del Fürher, poniendo precio a mi cabeza y llevándome a lo que inicié, con mi jefe al frente y su cara regordeta llena de miedo y lástima avisándome que lo mejor era que huyera de la ciudad y dejara tranquilo a los que trabajaban en el establecimiento para evitar daños colaterales.

El servicio aéreo en Europa era inestable por la inversión que las aerolíneas hicieron para asistir al ejército, por lo que tuve que conseguir, por medio de contactos, un avión privado para salir cuanto antes a tierras latinoamericanas, a Argentina, para ser más específicos. Tenía expectativas de realizar una nueva novela con mis experiencias en aquella nueva tierra para mis sentidos.


Debo decir que el fantasma de mi patria me persiguió varias noches. Los tiroteos, la noche de los cuchillos largos, la sangre derramada de gente inocente, los cuerpos sin vida y los ojos que con los minutos perdían su luz y se convertían en un nubarrón inerte de tinieblas, las bombas que caían a lo lejos y fragmentaban con un estallido los tejados, los discursos políticos de la mente criminal que nos regía y sobre todo, aquella macabra sonrisa del Ángel de la muerte que experimentaba en Auschwitz con gente inocente sometida a quién sabe a qué. Eran motivos para despertar empapado en sudor y con la respiración agitada e intranquila.

Pero a pesar de esto, traté de concentrarme en mi nueva vida, dando largas caminatas por las plazas y tomando café mientras mi día era amenizado por el dulce ritmo del tango y el calor de los nativos.

No podía evitar llegar en las noches y tratar de encontrar noticias sobre la guerra. Mientras encendía el radio e intentaba entender las noticias con el poco español que aprendí en mi niñez, tomaba la pluma y escribía cartas a mi familia con un seudónimo que me ocultara de la jurisdicción nazi.

Escribía a mis padres y de vez en cuando a mi ex mujer, que a pesar de ello, teníamos una buena relación y juntos compartíamos la custodia de nuestra hija, Claudia, a quien le escribía un cuento en cada carta para sus noches de angustia en medio del campo de batalla.

Ah, Claudia…¡Cómo extrañaba a mi pequeña Claudia!, sus ojitos grises y sus dientes blancos que brillaban con el reflejo del sol en las tardes mientras se columpiaba en el parque. Ese cabello ondulado con el que el viento jugueteaba, esas manitas que me apretaban mis enormes dedos mientras caminábamos por las bibliotecas donde siempre pedía que le comprara uno que otro cuento. Pensar que no tuve el suficiente tiempo para sacarla de aquel calvario por el que pasaba Alemania, de toda la destrucción en la que estaba creciendo. Su seguridad me preocupaba, no solo por la violencia que se llevaba a cabo en las calles, los aviones rodeando las ciudades, sino en especial porque la familia de su madre era judía.

Pero no podía evitar pensar que en el campo de concentración de Auschwitz, aquel personaje que tenía un apodo contrastante a su demoníaca personalidad, El ángel de la muerte, se hallaba en algún laboratorio abriéndole el estómago a alguna de sus marionetas judías para ver cuánto soportaba el dolor un ser humano sin anestesia, amputando las extremidades de algún infante, poniendo sustancias químicas en sus ojos para intentar cambiar su color, o quizás los hacía pasar horas en temperaturas extremas y determinar el punto de quiebre de aquel infortunado ser humano que se topó con la miseria en carne viva.

La estupidez humana no había llegado a un grado tan alto. Nazis contra judíos, razas contra razas, el hombre contra el hombre. No podía haber mayor grado de intolerancia y muestra de idiotez en una sola cabeza, pero aquel hombrecillo de bigote extraño, bajo y decrépito había sido la consolidación de la bestialidad conglomerada en un solo hombre, en un solo discurso que movió a una nación entera. ¿Será posible que, si salimos de esta, el mundo esté consciente de los cambios que debe de hacer para reestructurar la moralidad sobre el hombre? Tengo la esperanza.

Dos meses después, una carta de mis padres había llegado a mi apartamento alquilado. Me tambaleé y caí sobre la nevera de la cocina mientras las lágrimas corrían la tinta del papel. Claudia y su madre habían sido atrapadas en una redada camino de vuelta a casa y enviadas en el primer tren con dirección a Polonia y asignadas a Auschwitz-Birkenau, donde El ángel era el médico jefe.

Inmediatamente, traté de contactar al piloto que me trajo, que por fortuna, se encontraba en Argentina, después de traer unos cuantos que se fugaban de la guerra, y en la madrugada siguiente, partía de nuevo hacia Alemania.

No pude dormir en el vuelo, estaba angustiado, asustado…Quizá mi pequeña Claudia yacía en el suelo fusilada o exhausta por los trabajos forzados. Claudia, la luz de mis ojos, la pequeña que vi nacer y crecer durante 7 años. No podía soportarlo.

Arribé y tan pronto toqué suelo alemán, corrí con mi maleta mientras, nuevamente, me tapaba con mi bufanda y mi gorra para evitar las miradas curiosas. Tomé un taxi y corrí a casa de mis padres.

El viaje estaba estimado para una media hora, pero con lo que logré acosar con mi implacable insistencia al conductor, logré llegar en 15 minutos. Entré bruscamente por la puerta de atrás.

Se alarmaron al ver a un tipo cubierto hasta el rostro, pero prontamente me descubrí y los abracé, mientras desataba la tristeza que me albergó durante las horas de vuelo. No soy un tipo que gusta de dejarse derrumbar en público. No me gustaba que las personas vieran las lágrimas verter de mis ojos; me sentía débil, impotente.

En efecto, mis padres confirmaron que su carta era cierta y el tren había partido el día anterior y que lo mejor era esperar, pero no podía permitir que esta salvajada se efectuara, era inhumano, no solo ignorar la fortuita captura de mi pequeña Claudia y su madre, sino también por las familias que, a escondidas, esperaban noticias de sus familiares que se hallaban en los círculos de infierno alemán.


Sabía que mis padres no me permitirían cometer la locura que tenía pensada, pero pasada la noche, durante el toque de queda, salté por la ventana intentando hacer el menor ruido y me encaminé con la cara al descubierto por las calles, intentando ser parte de una repentina redada.

Caminé y caminé sin nada de suerte y temía que, de encontrarme absolutamente solo, pudieran fusilarme en plena acera, pero en la cuadra siguiente, pude visualizar un retén donde estaban acorralando una familia judía. Caminé un poco más rápido e hice un gesto de sorpresa un tanto fingido, mientras un soldado nazi me miró directamente y gritaba a sus compañeros que me atraparan. Me tiré al suelo y puse mis manos en la cabeza sin dar resistencia, me alzaron por los codos y me pusieron en una hilera junto a la familia judía que me miraba desconcertada. Intenté hacer un gesto con la cabeza de negación para que no dijeran nada y les sonreí. Agacharon la cabeza y nos metieron en un camión que nos llevó a la estación de trenes.

Allí llegaron otros 3 camiones llenos de judíos que aún se resistían a ser ingresados a los campos de concentración. Un soldado estaba repartiendo por grupos los destinos a los que serían enviados y yo rogaba porque Auschwitz-Birkenau fuese el mío.

Pasaban frente a los reclusos, pidiendo documentación para verificar si eran o no judíos. Sabía que al mostrarlo no iban a destinarme, así que con cautela, ofrecí al hombre a mi izquierda mi libertad por su libreta. El hombre me miró desconcertado pero con una felicidad contenida que se dibujaba por lapsos en la comisura de sus labios.

Lágrimas brotaron de sus ojos y con las manos temblorosas me entregó su identificación, mientras que recibía la mía y con voz quebrada me habló algo que apenas logré escuchar como un “gracias”.

El soldado se iba acercando cada vez más y cuando llegó al hombre a mi lado, revisó sus papeles con mirada suspicaz, pero que finalmente le dejó en libertad. Al llegar a mi lado, revisó los papeles falsos que tenía y mirándome fijamente dijo: Auschwitz- Birkenau.

Subí al estrecho vagón en el cual me iba a dirigir hacia mi pequeña Claudia. Era estrecho, maloliente y estaba atiborrado de judíos que temían por la suerte que les deparaba.

Intenté dormir recostado a la pared del vagón. Entre cerraba los ojos pero no me hallaba y el calor comenzó a sujetarme por la espalda baja y a cada kilómetro que pasaba iba subiendo. Me sentía exasperado.

Sin embargo, en la esquina del vagón había una niña que temblaba en los brazos de su madre. Parecía con una fiebre inmensa y me dispuse a quitarme mi abrigo y abrirme paso entre las personas. Al llegar junto a ella, miré a su madre y le dije que mi abrigo podía no servir mucho, pero al menos ayudaría a mantenerla un poco alejada del frío al que estaba sometida. Me miró con los ojos envueltos en lágrimas y me preguntó “¿Tiene usted hijos?” a lo que respondí con una mirada y un gesto con la cabeza, asintiendo. Luego dije: “Sí, voy a visitarla”. Me miró incrédula mientras me levantaba y le sonreía. Me recosté nuevamente e intenté dormir un poco.

Un traqueteó repentino me sacó de mi sueño y me hizo resbalar. La mayor parte de las personas cayeron junto a mí y nos levantamos un poco azorados, otros temerosos y algunos estallaron en un llanto incontrolable.

La puerta se abrió y nos apuntaron con los rifles, nos hicieron bajar rápidamente y formarnos en una hilera para entrar. Las mujeres eran llevadas por un lado con los niños y a los hombres nos ponían al lado contrario para ingresar. 141010 era el número que me entregaron y con el que debía ser reconocido de ahora en adelante, pues mi nombre había sido esfumado por la imponencia subnormal de aquellos animales despiadados.

En cuanto me entregaron aquel gris, mugroso y deprimente uniforme de rayas gris, intenté averiguar una manera de contactar con Claudia. Nos pusieron a levantar ladrillos como trabajo forzado. Eran aproximadamente las 5 de la tarde y yo comenzaba a perder la cabeza.

Comencé a indagar por las mujeres y niños que habían ingresado hace dos días, di sus características físicas, pero nadie supo responderme. Pasaron tres días y mi cabeza estaba a punto de estallar.

Un hombre de baja estatura y con un ojo de vidrio se acercó a mí mientras martillaba unas tablas para las nuevas barracas destinadas a futuros miembros de este club de mala muerte.

Su nombre era Blaz y supo quién era yo, pues en las barracas ya se rumoreaba de un loco más que buscaba a su familia. Lo curioso, es que Blaz había ingresado al campo el mismo día que Claudia y su madre.

-Las mujeres ingresaron directamente al campo, pero no todas de la mano de sus hijos.- Decía Blaz con todo sombrío y auguro. Mis pies temblaron y rogué que las palabras que estaba a punto de decir no salieran jamás de su boca. –Varios niños fueron separados y fueron llevados a las barracas especiales del Dr. Josef Mengele, aunque aquí se le llama…-

-El ángel de la muerte.- Interrumpí a Blaz y traté de contener las lágrimas. El miedo me tomó por los hombros y me acuchillaba mientras imágenes terroríficas de mi pequeña hija, tendida en una camilla de cirugías, era lentamente torturada por esta escoria humana.

Me derrumbé. Estaba destrozado y mis esperanzas se habían esfumado, como si la lluvia que caía sobre nosotros las hubiese arrastrado por el fango por el que caminábamos.

No concilié el sueño aquella noche. Mi cabeza estaba perdida, finalmente. Me bajé de la litera suavemente para no despertar a nadie y me escabullí por entre las barracas, tratando de ocultarme de los soldados que vigilaban en la noche y los perros que olfateaban a largas distancias. Me arrastré por debajo de las barracas y me cubrí totalmente de barro para evitar tener un olor fuerte que atrajera a los canes. En el límite del lado de los hombres y las mujeres, comencé a cavar en medio de la lluvia el fango para lograr pasar por debajo del enrejado. Cavé con velocidad y sintiendo la paranoia de escuchar el rifle apuntando a mi sien.

Cuando logré hacer una cavidad lo suficientemente decente para que mi cuerpo pasara por allí, me arrastré y continué.

Abría las puertas con suavidad de las barracas donde las mujeres se hallaban e intentaba distinguir si Kerstin, mi ex mujer, se hallaba allí, pero no tuve éxito. Busqué en 3 barracas de las cuales no se veía rastro de ella y me preguntaba si acaso sabía el peligro en  el que podía estar Claudia.

Pero a lo lejos divisé un montículo extraño, deforme, lleno de baches extraños. Me acerqué lentamente y un hedor se levantó de la tierra y me llenó el olfato al punto de generarme arcadas. Eran mujeres asesinadas. Algunas vapuleadas, otras acuchilladas o con agujeros de bala en sus rostros y cuerpos. Pero una cara se me hizo conocida. Kirsten yacía en el tope del montículo con una herida de bala en el cuello.

Caí de rodillas sin darme cuenta de lo que en realidad estaba viendo. Un soldado se acercaba con mirada distraída  y tuve que reaccionar para ocultarme de su vista. Tenía que sacar a Claudia de allí, aunque tuviera que dar mi vida por su libertad.

Al soldado distraído se le unió un compañero que comenzó a hablar de los gritos despavoridos que salían de la sala de experimentación de Mengele, pues debía dar ronda allí cada 10 minutos y le era imposible sentirse tranquilo mientras escuchaba aquel calvario.

Al terminar su habladuría, continuó su ronda y le seguí de lejos. Dio vuelta en algunas barracas y se dirigió a un establecimiento construido en cemento con iluminación, cosa que me extrañaba a estas horas de la noche. Cuando nos acercamos y logré comprobar que no había nadie más aparte del soldado que estaba en frente mío, lo tomé por el cuello y comencé a ahorcar para cortarle el flujo de sangre a la cabeza y dejarlo sin conocimiento.

Lo dejé en el suelo y me dirigí hacia las ventanas para ver si lograba visualizar algo y escenas sádicas acudieron a mi vista. Niños semi desnudos con el pecho abierto y sus órganos al descubierto, sangre en las baldosas y sus ojos inertes miraban al vacío.

Miré al guardia que aún no despertaba y vi que en su cinturón tenía una llave. La tomé y la encajé en la cerradura del sombrío establecimiento. Entré con cautela y no percibí nada más que un desagradable hedor a muerte prematura.

Caminé por las habitaciones lentamente con asombro. Niños con los ojos brotados y agujereados por las jeringas con las que habían sido inyectados, con los brazos colgando o casi todos sus órganos fuera o gemelos con las venas entrelazadas entre sí, supongo que intentos fallidos de generar siameses. Era grotesco, despiadado, desalmado, era impunidad.

Entré en la última habitación y el cementerio infantil no se detenía. Pasaba por las camillas y ninguno de los infantes se parecía a mi Claudia. Me sentía un tanto tranquilo y pensé que quizás Claudia había regresado a las barracas, junto con las mujeres.
Me dispuse a salir, pero vi una puerta metálica frente a mí. A medida que me acercaba sentía más y más frío. Mi corazón latía con fuerza.

Abrí la fría puerta y ante mí, la pesadilla continuó. Unos 10 niños se hallaban congelados. Las pestañas despilfarraban hielo que se juntaba sobre ellas y sus labios eran tiesos. Algunos con sus pequeños ojos cerrados y otros, con muecas de dolor y desamparo.

En el centro de aquél congelador, una niña de cabello tieso por el frío y manitas pequeñas, se hallaba acurrucada en posición fetal. Era Claudia.Mi cerebro ardía de ira. Tomé el cuerpo de Claudia en mis brazos y lo abracé mientras gritaba con un dolor que salía de lo más profundo de mis entrañas. Perdí la noción de todo y no me importó que fuera descubierto allí mismo, Claudia murió y fue usada como si fuera una muñeca de porcelana.

Jugaron con ella y torturaron a un ser angelical que daba vida a mis letras, que daba vida a mi existencia. Prometí sacarla con vida, prometí dejarle ver nuevos horizontes. La humanidad estaba loca. No merecía ser llamada humanidad, aquello era falta de humanidad. Eran animales con el cabello engrasado y trajes impecables, mientras se pavoneaban pisoteando a cuanto judío se les pusiera en frente. Era falta de inteligencia, eran trogloditas, déspotas, desgraciados, eran unos hijos de puta.

Dos soldados irrumpieron en el lugar y me golpearon en la cabeza con sus rifles. Me tomaron por los brazos, dejando caer a Claudia sobre el suelo. Me resistí y los empujé contra la pared, pero un tercer soldado, el mismo que minutos atrás dejé inconsciente, entró en la habitación, disparándome en la pierna y haciéndome perder el equilibrio, con lo que los 2 primeros soldados aprovecharon y me inmovilizaron.

Me sacaron del establecimiento a rastras y me pusieron contra la pared. Varios soldados acudieron, mientras un hombre con gabardina y lentes se acercaba. Su cabello estaba bien presentado y tenía un aspecto impecable. El ángel de la muerte se paraba en frente, se burlaba con la mirada y una sonrisa cabrona en sus labios.

Debo decir que en un lapso tan corto de tiempo logré acumular varias palabras coherentes. No tenía claro el rumbo tan inesperado que mi vida había tomado y la miseria que había descendido de, el diablo sabrá dónde, sobre mi cabeza.


Siempre fui una persona rencorosa que albergaba un sinfín de palabras dentro de sí. Supongo que fue lo que me llevó a querer ser escritor y redactar en revistas, periódicos y demás. Siempre intenté regalar una sonrisa a quien la necesitara, a pesar de que mi carácter lo hiciera complicado para mí. Siempre tuve la convicción de ser un buen padre y estar presente allí para mi pequeña Claudia. Intenté hacer lo que era correcto, pero no fue suficiente para escaparme de aquellas negras manos que azotaron la nación y el mundo entero. Sentía culpa por ser el posible causante de esta tragedia, sentía culpa por haber dejado que Claudia y su madre murieran a manos de perversos animales sin razón, sin criterio. Animales armados que disfrutaban la sangre vertiente que se despilfarraba en los campos de batalla, de los cuerpos incinerados, de los cadáveres que se desmoronaban en la cámara de gas, o que eran atravesados por balas en el paredón. No somos hombres, somos lobos en búsqueda de un poder inexistente, de un poder efímero mientras acabamos con todo aquello que estorbe en nuestro camino.

He caído ante las garras de una Alemania monstruosa, de una Alemania que espero se arrepienta de las muertes que ha provocado a lo largo de estos últimos años, de la estupidez con la que atentaron contra miles de vidas inocentes, la brutalidad de una nación unida por un negro motivo.

-¡Apunten!- Gritó Mengele, mientras obedientes, los soldados apuntaban hacia mí. Miré con desespero, como un perro callejero que estaba a punto de ser capturado para la perrera.

El cielo tronó en una secuencia de 10 cañonazos rápidos y certeros que impactaron contra la pared y algunos contra mi pecho. Antes de que la vida se me fuera de las manos y que mis pies me fallaran, saludé a los soldados gritando a todo pulmón:

“¡Lebe unser heiliges Deutschland!”.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

El sacerdote

Mientras cubría el pozo con la tapa de madera, sonaba el timbre de la casa parroquial. El padre Domínico secaba sus manos en su hábito y dejaba perfectamente cubierto el orificio que quedaba en el patio trasero de la casa sacerdotal del pueblo.
Domínico salió apresurado al encuentro de los feligreses que lo buscaban para las acostumbradas bendiciones de los domingos, y mientras abría el portón de la capilla y las personas se iban acomodando en las sillas, el sacerdote saludaba a todos y los miraba con profundidad e interés.

Un sonido violento de cerrojo sobresaltó a María, bajó las escaleras e intentó diferenciar entre la oscuridad el rostro de su esposo, pero el primer piso de su casa estaba completamente entre penumbras. ¿Hay alguien ahí?, preguntó María sin recibir respuesta. El chirrido de las escaleras la asustaban más que la misma idea de un extraño en su casa por lo que bajó despacio para no hacer tan insoportable el sonido de la madera. Antes de que pudiera preguntar algo nuevamente, sintió otro sonido de las puertas moviéndose con impaciencia. Ella de un sobresalto en su corazón, bajó ágilmente las escaleras que le hacían falta, e intentó ver a través del ojo mágico de la puerta, pero antes de reconocer la imagen de la persona al otro lado, recibió un golpe seco que la dejó tirada en el suelo.

Al detective González lo despertó esa mañana un aviso en su móvil:
Asesinato en la calle 12
Con un café en la mano, González llegó a la casa de María Jaramillo, pero no fue el primero en llegar, los médicos forenses y la policía ya habían acordonado la calle, incluso el padre del pueblo ya había ido a bendecir el cuerpo por petición de su esposo.
González se topó en la entrada de la casa con el cuerpo atlético del padre que se encontraba hablando con un policía. Con un leve movimiento vertical de sus cejas, González saludó al sacerdote.
Un denso hedor a orines invadieron los pulmones de González, él tosió con violencia y asco, mientras se llevaba un pañuelo a la boca. Cuando entró a la cocina vio un charco amarillo que se confundía con la sangre del cuerpo de una mujer sin brazos recostado contra una de las paredes de la cocina. La mujer tenía hecho trizas su cabello, los pocos hilos ensangrentado que le quedaban en la cabeza impresionaron al detective, pero los ojos brotados de la mujer y su boca abierta, le causó un profundo estado de asco y repugnancia.
-¿Por qué tiene la boca abierta? – le preguntó al médico forense que estaba en la cocina.
- El asesino la empaló con una de las patas de la mesa de madera, le introdujo el palo hasta la parte baja de su garganta, y por eso no puede cerrarla. – respondió impertérrito el médico.

A Domínico esa noche lo despertó un fuerte dolor de estómago, corrió hasta el baño y se miró en el espejo, estaba sudando, tenía su corazón alterado y su respiración irregular; su estómago no paraba de rugir. Las imágenes de María volvían a asaltar su mente, no sabía si eran los recuerdos de esa mañana o los de la noche anterior. Sintió náuseas e intentó vomitar en el lavamanos pero no consiguió resultado. Domínico salió hasta el patio trasero y sin sentir mejoría, empezó a contemplar el pozo. El frío de la noche empezó a colarse entre su delgada bata de dormir. Los sonidos lúgubres de la noche empezaron a remover sus entrañas y lo que fuera que había en su estómago, quería salir inmediatamente. Domínico levantó la tapa del pozo y dejó descender por su garganta restos de uñas, huesos mal digeridos, fibras de músculos y algunos falanges tiernos.

Ella se reunió en el fondo del pozo con unas cuantas más, todas hecha pedazos. 

martes, 3 de septiembre de 2013

Un amor transparente.

Me levanté temprano para iniciar el día de manera enérgica. Salí de la cama y acaricié a Lázaro, mi perro que me había acompañado desde la infancia e incluso me acompañaba en mi camino a la escuela junto a mi madre.

Caminé lentamente hacia la cocina, abrí 2 huevos, a la vez que picaba unos cuantos tomates y le servía el desayuno al gran Lázaro que en menos de unos minutos había ya desaparecido de su plato.

Estaba ansioso por ver a Laura, mi novia, con la que llevaba ya 8 meses y 4 días. Iríamos de camping a disfrutar de la brisa cerca del centro, en un prado que era frecuentado por los espíritus libres de la ciudad.

Cómo amaba yo las tardes con ella…Con tan solo escuchar el dulce sonido de su voz ya me sentía yo bendecido por el cielo entero, me sentía ligero, tranquilo, ella cambiaba el clima con su simple presencia, me hacía conciliar el sueño, soñar como un pequeño con una sonrisa dibujada, y al momento de partir, sentía tristeza, lejanía, angustia, como si se fuera el oxígeno que me permitía vivir y ansiedad por estar de nuevo con ella la semana siguiente.

Así que al terminar mi desayuno, tomé un baño caliente y salí lentamente hacia mi habitación. Organizaba mi ropa por etiquetas en particular, así que busqué la del domingo y busqué la loción que ella tanto disfrutaba olfatear.

Como iba a tomar el metro, no podía traer conmigo a dar un paseo a Lázaro, así que me despedí de él y caminé cuidadosamente hacia la estación. Me subí al primer vagón y emprendí el rumbo mientras escuchaba un poco de Ella Fitzgerald en el camino a ella.

Al llegar, salí del vagón y subí las escaleras tomado de las barandillas laterales para sostenerme mejor. Llegué a los torniquetes y esperé mientras ella arribaba.


Sentí una mano áspera pero cálida junto a la mía y sonreí. Era ella y estaba ansioso por comenzar nuestro plan juntos. Contaba los minutos y rogaba que fuera aún temprano, pues la ceguera de ambos no nos permitía ver el reloj de la estación.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Ángeles y Demonios.

Se levantaba del sofá después de su siesta de las 5 a eso de las 9, tomaba un trago de whisky que le chorreaba por la abundante barba rubia y visualizaba con atolondramiento la sucia habitación, con la siempre presente cucaracha que le visitaba cada que se preparaba para salir y las manchadas paredes que generaban asco a toda sobria persona que pasaba el umbral de su tan llamado hogar.

Como ya se había visto, gustaba del licor al igual que del juego y las mujeres y de este último sí que era gran partidario, porque no había noche alguna en que una ebria descerebrada con ausencia de razón acababa por aceptar el pacto diabólico que la lengua de este soltaba.

Así que dicho esto, recorrió las calles repletas de droga y prostitución en búsqueda de satisfacer su apetito voraz, algo que le impactara lo suficiente por unas 5 o 6 horas, pero era difícil encontrara una mujer regalada que en realidad interesara un poco…De hecho, eran ya escasas las que tuvieran estas características. Ahora la mayoría eran superficiales, reconstruidas a tope y fáciles de engañar, con impulsos idiotas de tatuajes sin fondo alguno, dinero, sociedad o eventos modistas que movieran la masa de todo aquel falto de criterio. O por otro lado, una minoría que era dura como la roca y despreciaba a los tipos atrevidos como este, pero ya casi ninguna que buscara un fugaz corrientazo de adrenalina y tener aún algo particular que posara los ojos de los hombres que caminaran a su alrededor. Debido a que la pesquisa no fue nada productiva, acabó en el bar que frecuentaba.

La música era fuerte y estruendosa, cosa que, aunque fuera de noche, le hacía ponerse sus gafas de sol para ocultar, no solo la resaca permanente en la que vivía, sino el fastidio de aquellos ruidosos parlantes que machacaban la estructura del local, que le interrumpía la concentración y encima, odiaba ser visto a los ojos por aquella mujer que quería. Saludó a Esperanza, la puta del bar que entretenía sexualmente a sus clientes con su cuerpo en forma de guitarra, buenas curvas, un par de buenos senos, sus nalgas paradas. También atendía en la barra y cada noche le tenía ya preparado a Daniel su shot favorito que lo impulsaba aún más a buscar aquello que deseaba cada noche.

Como llevaba gafas de sol, eran pocas las mujeres que se daban cuenta que aquel hombre de pelo largo y barba abundante las observaba, pero siempre a la que Daniel sonreía, era a la que era recibida con un trago de bienvenida al infierno amatorio al que iba a ser sometida.

Y así fue cuando la vio: Pelo negro, lacio y largo, tez extremadamente pálida con rubor en las mejillas y unos ojos verdes que fácilmente enardecían la virilidad de todo hombre. Su aspecto angelical era lo que Daniel quería romper, quería graparle las alas y enviarla al infierno con el solo propósito de saciar la sed de sangre que tenía.

Esperanza lo miraba desde la barra con picardía y examinaba cada paso y gesto de Daniel, aunque ya había sido testigo en carne propia y se los sabía de memoria, disfrutaba con aquel circo incitador en el que Daniel ya tenía tanta experiencia.

Después de 20 minutos, aquella pobre mujer ya estaba tambaléandose en su silla y Daniel no soportó estar observando los ojos que lo enloquecían, así que la tomó de la mano, fue a la barra por su otra ronda de whisky y subió al segundo piso, al lado del billar donde estaban los baños y comenzó su tarea mientras daba cortos pero continuos sorbos de whisky.


Excitado, Daniel fue descontrolando la bestia que llevaba desatando cada noche mientras le rompía las bragas a aquella mujer que sonreía inocentemente. Cada movimiento le quitaba fuerza a Daniel, como si envejeciera 5 años por cada extremidad que moviera, pero ignoró esto. Escuchó la puerta que se abrió pero esto no lo detuvo, no le importaba más que penetrarla y acabar de una vez por todas a lo que había venido. Su corazón latía y latía con fuerza, al punto de sentir una enorme presión en la cabeza que pronto se convirtió en un goteo de sangre por su nariz, y una espesa baba por la boca acompañada de una convulsión aberrante. La jovencita gritó de pavor y salió corriendo mientras Daniel se desplomaba en el suelo dando vueltas como un gusano que se achicharraba. La joven abrió la puerta y Esperanza entró en la escena sonriendo, tomó el vaso de whisky y sacó lo que quedaba por disolver de sus pastillas milagrosas.

Oasis de placer


El calor de las tardes a veces era insoportable, y en medio de la hiperactividad, sentía que en algún momento podía sucumbir, no iba a aguantar e iba a caer deshidratado en medio del lugar.
A pesar de eso, alguien encendía el oasis con el cual se apaciguaba la sensación sofocante.
Ese oasis era un cúmulo de sonidos impecables, que retumbaban las paredes y el ambiente cuando la situación se hacía insoportable. Yo me sentaba en el pequeño oasis de placer, en una silla de plástico y me ensimismaba con los sonidos.
Música vieja, para mis jóvenes oídos. ¿O no, viejo Benny?
Yo me sentaba junto al viejo y miraba su rostro sudoroso, mientras con su mano acariciaba una botella de aguardiente y con la otra movía los dedos al son de la música. Sus ojos cerrados y sus labios dibujaban una leve sonrisa. Mientras estaba a su lado, intentaba descifrar su estado y sus pensamientos; recurría a mi imaginación para intentar hacerme una vaga idea de los secretos que guardaban sus profundos ojos negros, que ya no podía ver por la posición de sus párpados.
Después de unas cuantas canciones, él volvía a abrir los ojos y me sonreía al verme a su lado, se acomodaba las gafas y entre pasos torpes traía un mazo de cartas, y jugábamos y apostábamos hasta que la tarde caía y la luna se posicionaba.
Pero un día, llegó el mejor remedio para soportar las tediosas y calurosas tardes:
Sin soltar la botella con el líquido transparente, abrió un armario que tenía en la parte trasera del bar, allí tenía diversas herramientas: llaves inglesas, taladros, tornillos y martillos. Cuidadosamente, fue retirando estos utensilios y fue acomodándolos a un lado para dejar al descubierto una gran cantidad de libros con nombres que me resultaba impronunciables.
Con rigurosidad, el viejo fue hablándome de cada autor, sus más importantes obras, historias, e incluso las anécdotas de cómo llegaron todos esos libros a sus manos.
Constantemente, él repetía que era un aficionado a la literatura y que durante toda su vida trabajó para comprarse esos libros y leerlos cuando ya estuviera retirado y lejos de los timbales. “Siempre me he considerado ignorante.” – decía el viejo.- “pero sé que el remedio de la ignorancia está en la lectura.
Por eso puso a mi disposición esa cantidad de libros, para que navegara en todas esas maravillosas hojas, y fuera, según él, un poco más feliz.

Ha sido curioso ir descubriendo, mediante un proceso paulatino, como la lectura de esos libros me han llenado de un placer indescriptible, que no es propiamente una sensación de felicidad, pero sin duda alguna, ha cambiado y matizado el filtro con el cual percibo y vivo mi “realidad”.

Tal vez no pueda decir que haya recibido felicidad de la literatura, pero si puedo decir que cada letra que leo de uno de esos libros me ha dado un regocijo particular, un regocijo que está muy relacionado al tormento, a la bruma y que no cambiaría por ningún motivo, por que allí encuentro mi oasis en el desierto.