Aquel barrio
remoto y aislado parecía estancado en el tiempo. A pesar de estar en el corazón
de la ciudad, estaba refugiado del ajetreo incesante de una metrópoli que
nunca se detiene. Acorazado entre varias calles sin salida y arboledas en cada
extremo, sólo tenía una vía de entrada, y quienes lo habitaban eran parejas
decrépitas que a veces por suerte recibían visitas de sus familiares. Era un
barrio anacrónico, de calles viejas e inquilinos abandonados por voluntad en su
lecho de muerte, o como símil, en sus hermosas casas con grandes jardines.
Allí, los viejos vivieron sosegados; los pocos que quedan aún siguen anhelando.
En ese entonces un silencio profundo colmaba las calles del lugar: era posible
escuchar a cualquier hora del día el revoloteo de las hojas secas en el asfalto
por causa del viento. También cuando éste soplaba, los árboles proferían al
unísono un ulular sinfónico de una exquisitez natural que no se podía escuchar
en ningún otro lugar de la urbe. Cuando algún incauto llegaba hasta allí y
caminaba unos cuantos pasos, el rostro adquiría un semblante diferente; caminar
por esas calles viejas era como entrar en un mundo desconocido, mágico y
silencioso. La tranquilidad revestía las casas y las calles, de una sensación
enigmática y acogedora.
Hoy sólo se
escuchan los gritos delirantes del cambio generacional que ha ido reemplazando
a los viejos. Los nuevos hijos son bulliciosos y tercos, y se han empeñado en tumbar los árboles que empezaron a levantar el pavimento y la tierra.
Ya no quedan
los viejos que dormitaban sentados en las sillas rimax en las aceras, ni los viejos jeep corroídos y desvencijados. En las calles sólo resuenan los sonidos
metálicos de las nuevas máquinas, los martillazos que anuncian la proyección de
nuevos y grandes edificios. El barrio ya no huele a hierba húmeda, si no a
concreto recién vertido. Antes se podía escuchar al viejo músico cantar,
mientras rasgaba algunos acordes en su guitarra. La casa del músico tiene un
gran ventanal que daba a la calle, pero no tenía vidrio, sólo unas rejas en
formas de arabescos y una cortina que siempre estaba abierta de par en par, que
dejaba entrever una arquitectura arcana y mágica, con paredes llenas de cuadros
que él mismo pintaba, pero por las nuevas construcciones, el viejo ha tenido que sellar ese abismo
maravilloso.
Quienes
quedan ya no salen a la puerta de la casa a tomar el café, ni a contemplar el
jardín. Los gatos que solían maullar en la noche se han ido y los conejos que
en el día solían desfilar de jardín en jardín han desaparecido.
Poco queda
de eso, sólo uno que otro viejo postrado en su cama esperando la suerte que su
olor mortecino anuncie la desaparición del alma.
Ya no queda
nada de eso; las calles se apagan, los viejos se van y las casas ya no son casas.
Y sólo queda la maldición de envejecer en el momento que no era, en medio de un
lugar que ya no es el mío. Sólo queda envejecer en una ciudad sin barrios
viejos.