miércoles, 18 de diciembre de 2013

Barrio viejo

Aquel barrio remoto y aislado parecía estancado en el tiempo. A pesar de estar en el corazón de la ciudad, estaba refugiado del ajetreo incesante de una metrópoli que nunca se detiene. Acorazado entre varias calles sin salida y arboledas en cada extremo, sólo tenía una vía de entrada, y quienes lo habitaban eran parejas decrépitas que a veces por suerte recibían visitas de sus familiares. Era un barrio anacrónico, de calles viejas e inquilinos abandonados por voluntad en su lecho de muerte, o como símil, en sus hermosas casas con grandes jardines. Allí, los viejos vivieron sosegados; los pocos que quedan aún siguen anhelando. En ese entonces un silencio profundo colmaba las calles del lugar: era posible escuchar a cualquier hora del día el revoloteo de las hojas secas en el asfalto por causa del viento. También cuando éste soplaba, los árboles proferían al unísono un ulular sinfónico de una exquisitez natural que no se podía escuchar en ningún otro lugar de la urbe. Cuando algún incauto llegaba hasta allí y caminaba unos cuantos pasos, el rostro adquiría un semblante diferente; caminar por esas calles viejas era como entrar en un mundo desconocido, mágico y silencioso. La tranquilidad revestía las casas y las calles, de una sensación enigmática y acogedora.  

Hoy sólo se escuchan los gritos delirantes del cambio generacional que ha ido reemplazando a los viejos. Los nuevos hijos son bulliciosos y tercos, y se han empeñado en tumbar los árboles que empezaron a levantar el pavimento y la tierra.
Ya no quedan los viejos que dormitaban sentados en las sillas rimax en las aceras, ni los viejos jeep corroídos y desvencijados.  En las calles sólo resuenan los sonidos metálicos de las nuevas máquinas, los martillazos que anuncian la proyección de nuevos y grandes edificios. El barrio ya no huele a hierba húmeda, si no a concreto recién vertido. Antes se podía escuchar al viejo músico cantar, mientras rasgaba algunos acordes en su guitarra. La casa del músico tiene un gran ventanal que daba a la calle, pero no tenía vidrio, sólo unas rejas en formas de arabescos y una cortina que siempre estaba abierta de par en par, que dejaba entrever una arquitectura arcana y mágica, con paredes llenas de cuadros que él mismo pintaba, pero por las nuevas construcciones,  el viejo ha tenido que sellar ese abismo maravilloso.
Quienes quedan ya no salen a la puerta de la casa a tomar el café, ni a contemplar el jardín. Los gatos que solían maullar en la noche se han ido y los conejos que en el día solían desfilar de jardín en jardín han desaparecido.
Poco queda de eso, sólo uno que otro viejo postrado en su cama esperando la suerte que su olor mortecino anuncie la desaparición del alma.

Ya no queda nada de eso; las calles se apagan, los viejos se van y las casas ya no son casas. Y sólo queda la maldición de envejecer en el momento que no era, en medio de un lugar que ya no es el mío. Sólo queda envejecer en una ciudad sin barrios viejos. 

lunes, 16 de diciembre de 2013

Estelas de fuego

Aquel día caminaba bajo una calurosa y sofocante tarde de julio. La defectuosa ventilación de mi residencia me obligó a buscar la brisa suave y refrescante que se colaba en la plaza principal. Un cielo rojizo e infernal, vigilaba mis pasos zigzagueantes que buscaban las sombras irregulares proyectadas por las edificaciones, que cambiaban al doblar en cada esquina. Los colores del cielo contrastaban con las estelas de nubes fragmentadas, que con sus formas evanescentes, aunadas al insoportable bochorno, sugerían llamaradas desprendidas por el firmamento. En esos días las personas buscan algún cafetín con ventiladores, cerca a la plaza, para apaciguar la agitación que les producía el caminar bajo el desolador e implacable sol.   
Me senté al lado de un bebedero de agua en una banca de la plaza que estaba bajo la sombra de un gran árbol, mientras concurrían en mi mente un sinfín de pensamientos que me recordaban el odio que siento por esta ciudad. Pero era paradójico: en uno de los días que más desespero había sentido en mi vida, el corazón de la ciudad me recibía con corrientes de aire refrescante que me abrazaban con suavidad y en uno de los lugares más frecuentados de la plaza. Pero en ese momento, por fortuna, la ciudad parecía hecha para mí, la plaza estaba casi desierta y me podía extender a mis anchas en la banca. Por lo general en la plaza siempre suelen haber grupos de viejos jubilados hablando, jugando ajedrez o a las cartas, algún que otro vendedor e infinidad de incautos, trabajadores, oficinistas y estudiantes que deben cruzar este lugar para llegar al Destino.
Pero el regocijo se convirtió en una tenue duda y preocupación. ¿Dónde estaría la gente si no es caminando o hablando desprevenidamente en la plaza de la ciudad? No quiero decir que era el único en la plaza, sólo que éramos pocos y quienes estaban, vagaban. Fui a los sucios cafetines alrededor de la plaza esperando ver sitios abarrotado de personas sudorosas y jadeantes refrescándose con los ventiladores, pero también estaban casi vacíos, únicamente unas cuantas personas ausentes sentadas cerca a la barra, con rostros imperturbables.
Fue cuando pasé cerca a una biblioteca que me percaté que estaba abarrotada de personas, incluso había unos cuantos peleando intentando ingresar. Nunca había visto a nadie, con tanta exasperación, buscando entrar a uno de estos sitios. Se insultaban y a veces empujaban, pero al parecer la biblioteca no podía albergar más personas.
Caminé un poco atemorizado y me topé con un museo, donde la situación se repetía. Un tumulto de personas gritaban en las afueras del lugar implorando que los dejaran pasar, pero un guardia les dijo que todo las salas estaban a reventar y no había donde más acomodarlos.
A una cuadra de allí, un hombre robusto y con una barba que le llegaba hasta el pecho, cerraba las puertas de un teatro, mientras le gritaba a un grupo de personas que se quedaban por fuera que el aforo estaba vendido y exhortaba con una leve sonrisa que fueran hasta una galería de arte dos cuadras hacia al norte.

La cabeza me daba vueltas. Nunca había visto en mi vida estos lugares a reventar, echando a personas que querían entrar y menos insultándose y empujándose con la finalidad de ingresar. ¿En qué momento la gente quería tanto estos lugares? Parecía que el arte estaba vendiendo. Lo que no supe hasta el día siguiente es que estos lugares de “arte” siempre tienen un confortable sistema de refrigeración, donde la gente se protege del fuego que arroja el cielo. 

martes, 10 de diciembre de 2013

Sueños diabólicos.


Dormitaba en medio de la noche en una esquina de mi habitación, rodeado de libros, maletines y demás cosas que me habían regalado mis padres y mis abuelos. Junto a la cama, el reloj marcaba las 2:22 de la madrugada. Siempre era de mi fortuna ver la hora con cifras idénticas y no entendía por qué. Algunos lo llamaban fortuna, otros me indicaban que debía pedir un deseo, pero yo solo encontraba confusión al ser inoportuno para ver la hora y encontrar allí cada número repetido. Tenía un mal presentimiento.

Llevaba meses sin lograr plasmar algo en el papel que estaba dentro de la máquina de escribir, en blanco, muerto y abandonado por la desértica falta de creatividad. Estaba a punto de enloquecerme, de ver todos los días empleados en acabar con esa sombra que no me dejaba fluir en el papel…Estaba desesperado.

Sentí que los párpados cedieron y permití que mis ojos se dieran un descanso corto, quizás de unos cinco minutos o diez, pero el pequeño paréntesis se convirtió en una extensa hora y desperté a las 3:33 de la madrugada. El reloj casi me sonreía macabramente.
Espabilé y noté que la hoja aún seguía en blanco. No sé por qué tenía la esperanza de que dormido balbuceara algunas ridiculeces que pudieran ser motivo de alegría, pero era demasiado bueno para ser cierto.

 Percibí una respiración detrás de mí. Volteé mi cabeza hacia donde estaba mi cama y noté que allí, sentado sobre ella, se encontraba aquel putón que tanto detestaba, aquel escritor de ideas sobrecargadas banal e innecesariamente, de detalles minuciosos, irritantes. Le llamaban Lioju Zarcortar

Sonreía con su cigarrillo en la boca y una mano entre su barba, acariciándola suavemente mientras me miraba con sus ojos saltones, como de camaleón. Miraba, luego, la máquina de escribir y sonreía burlonamente.

En medio de mi rabia, lo desafié a que escribiera algo que me desvelara por completo, que me destruyera las esperanzas. Pero me miró y negó con la cabeza, y en vez de eso, sacó de su bolsillo un ejemplar de su obra “Golosa”. Yo la odiaba. Odiaba aquellos párrafos largos en los que hablaba de una sola cosa durante la página entera. Enloquecí y él reía vilmente.

Me arrodillé y le pedí que me dotara de conocimientos para manchar el papel, aunque fuera de incoherencias rebuscadas. Su sonrisa se borró y mis ojos se abrieron y por primera vez escuché su voz. Una voz gangosa se pronunció desde lo más profundo de sus muertas entrañas, mientras que con su mano derecha, sacaba de su bolsillo una pluma que entregaba a mi mano. La tomé y todo se puso negro. Había sido solo un mal sueño, pensé. 
Me sacudí un poco la cabeza y vi que al lado de la máquina se hallaba aquella pluma curiosa que me había sido otorgada por aquel bastardo.

Tomé la máquina, quité el papel y comencé a redactar con aquella pluma cada sensación de ese horrible y humillante sueño, cada gesto, cada mirada, cada órgano que se desangraba al verle aquellos ojos saltones que no paraban de burlarse. No paraba de fluir, era como si todo aquello se estuviera escribiendo solo y las letras aparecieran mágicamente en el papel.


Escribí una de mis mejores obras, debo admitir… Compuesta de un diálogo excéntrico entre dos personajes que se conocen por casualidad en un lugar, de una ciudad, de un país. Fui aclamado, respetado por los lectores y los escritores a los que atrapé con mis palabras. Pero algo no estaba bien, algo no encajaba en aquella historia. Cada noche al acostarme releo aquél tomo que tardó dos horas en ser escrito y me doy cuenta que no es ni parecido a la compleja idiotez que este hombre redactó años atrás y me carcome el hecho de no lograr algo tan complejo como aquello que antaño fue, al punto de querer quemar mi máquina de escribir y dejar la escritura para siempre.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Inacabable

No recuerdo cómo escribir. Es decir, cómo contar una historia de principio a fin, cómo narrarla sin preámbulos, de una manera precipitada, ligera y sin atavíos. Hay quienes dicen que una historia se calcula: se establece un punto de partida y de llegada, y el resultado es ese, una situación planificada, perfecta y compacta. Pero también hay quienes consideramos que las historias se improvisan, letra por letra; no sé qué viene después de este chorro de palabras, pero los dedos se deslizan y poco a poco la idea va quedando plasmada, con poco sentido o incluso sin él. Alguna vez alguien me hizo un comentario: “Muy pocas veces me lanzo a escribir, pues los personajes y las situaciones se me salen de las manos. No sé qué hacer con ellos, me dominan y siento una impotencia profunda.” Yo creo que eso es lo verdaderamente mágico, implosionar por dentro, dejar las vísceras en el papel y rebajarse para darse golpes con las ficciones.

Pero ahí radica mi encrucijada, no recuerdo cómo hacerlo, cómo dejarme llevar, cómo sentirme inacabable. Hace mucho tiempo que no escribo por el simple placer de evacuar las emociones, y es debido al miedo de lanzar mis venablos injuriosos que lo único que hacen es recrudecer la moralidad que no practico, pero que “profeso” segundo a segundo.

Cuando se quiere hacer algo se espera tener una idea prodigiosa. En este caso tener alguna idea que satisfaga mi sed literaria, si es que se puede llamar de esa manera tan pretenciosa. Cuestión que espero nunca suceda, porque de lo inacabado resulta una estela de bruma que siempre extiende la meta cada vez más, logrando que un solo encuentro con la escritura sea innecesario y haya que recurrir a miles, para ser un poco más inacabable.


Los vestigios con los cuales he llenado estas páginas, son los fabulosos recuerdos que me ha dejado leer y releer, de las fotografías mentales del día a día, de las escasas experiencias que trastornan la mente y de las miles situaciones triviales que desechamos, y por supuesto, de los amores inacabados.