domingo, 24 de febrero de 2013

Libros III


El placer que no tiene fin es un capítulo del libro La decadencia de los dragones, escrito por William Ospina. Basándose en un relato de Ray Bradbury, Ospina reflexiona acerca de un mundo futuro donde fue prohibido recordar el pasado y los males que las nuevas tecnologías le causaron a la humanidad. No obstante, en la historia ficticia de Bradbury, hay un anciano que le cuenta historias a un niño acerca de cómo era el mundo antes del cataclismo, haciéndole hincapié al escritor Colombiano para hablar de la riqueza de los libros y los fructíferos relatos que estos contienen. 
Lo más atractivo del texto de William es la manera en que habla de los libros y la poderosa actividad que guardan: la lectura. Los libros son capaces de transmitir inimaginables sentimientos y experiencias. También sirven para comprender la vida y proporcionan un asidero de la realidad. Ni los mismos avances tecnológicos y la industria de entretenimiento serán capaces de igualar la experiencia de tener un libro entre las manos y poder leerlo.
La lectura potencia la imaginación, contrario de los avances tecnológicos, que lo dan todo, incluso, las imágenes mismas, limitándonos de crear nuestras propias versiones de los personajes. Por esto, William Ospina hace una distinción entre el cine y la literatura, sin demeritar al séptimo arte, él dice: “… el cine es fundamentalmente un arte de la percepción, y la lectura un arte de la imaginación.” Igualmente se mencionan reconocidos escritores como Jorge Luis Borges y al filósofo Friedrich Nietzsche que manifiestan su preferencia por los libros, y la autonomía de imaginar y elegir la apariencia de los personajes y el ritmo de la lectura.
Ospina es consciente de la decadencia ambiental por la que está pasando la tierra, y nos recuerda la enriquecedora, despreocupada y maravillosa actividad que es la lectura. Debido a que no todos pueden acceder a la entretención del siglo XXI, hay una posibilidad: la lectura física y relatos extraordinarios que proporcionan un gran placer, en medio de la agitada realidad en que vivimos.  
Este placer me ha invadido, alguna vez leí Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, libro que imaginé de principio a fin. Sus personajes eran literatos, la mayoría expatriados, y que vivían en México (al igual que Roberto),  que dedicaron su vida a leer y a escribir. Ellos justificaban su vida en la poesía y compartir lecturas entre unos y otros. Recreé en mi imaginación cada lugar, cada experiencia narrada en el libro, obteniendo un placer inigualable como el que William Ospina manifiesta.


martes, 5 de febrero de 2013

“Kegluneq”


Agonizaba tirado en el nevado suelo, en medio de las ráfagas, los gritos, los sollozos que se llenaban de muerte en cuestión de segundos. La miseria que inundaba los ojos de los combatientes en el campo de batalla. Su sangre se derramaba, tornando la nieve de color rojizo. Su alma se partía, abandonando su cuerpo con cada intento de mantenerla dentro con la respiración agitada que provocaba la herida que tenía en el pecho, atravesándole los pulmones. Pero más allá de sus heridas, de su agonía, en sus ojos se escondía la tragedia que tuvo por vida.
En una noche lluviosa de 1941 nace en el Kurdistán suroccidental, Siria, un niño llamado Kegluneq. Aunque sus primeros años están totalmente ausentes en su memoria, Kegluneq solo logra recordar la noche del 6 de Septiembre de 1946, cuando fuerzas armadas rebeldes tomaban su aldea para defenderse de las autoridades de la región, cobrando varias vidas en medio del intercambio.
Un par de soldados, en medio del desespero, corrieron hacia el hogar del niño, donde se encontraba acurrucado en su habitación, con su hermano de 3 años en sus brazos, siguiendo las órdenes de sus padres de protegerlo cueste lo que cueste y que jamás mirara atrás. Los padres habían construido un refugio años atrás, debido a los constantes ataques que ocurrían y temerosos de que la suerte no les sonriera, construyeron un agujero bajo el suelo de madera que tenían y que ese fue el día en que la necesidad fue total excusa para resguardar a sus hijos. Abrieron las tablas del suelo, donde tenían un agujero que habían construido en prevención a los constantes ataques, donde los escondieron. Pero esto no basto, y los hermanos Kurdos fueron testigos de la masacre de sus padres. Acuchillados y fusilados brutalmente, yacían los cuerpos justo encima de donde se hallaban escondidos, sin permitirles salir por el peso de los cadáveres.
Los días pasaron en medio del silencio fúnebre que llenaba la ya abandonada aldea, con los hermanos aún debajo del suelo. Todos los días gritaban, esperando que alguien apareciera, sin suerte alguna. Su hermano moría de hambre.
Kegluneq comenzó a golpear las tablas, intentando con todas sus fuerzas sacar a su hermano de allí. Lleno de ira, logró zafarlas, a la vez que la peste por la podredumbre de los cuerpos sin vida de sus padres se elevaba, pero esto no lo detuvo y continuó hasta lograr salir y sacar a rastras a su hermano menor, dejando atrás los cuerpos, tal y como sus padres le ordenaron.

Día tras día, cada aldea era atacada, desterrada de cualquier signo vital y los hermanos eran testigos de la brutalidad que en su pueblo era llevada a cabo, mientras los gobiernos pretendieron que no ocurría nada ante la miseria sucedida.
Fueron criados en el campo de batalla. Los disparos, las sirenas y los gritos eran sus cantos nocturnos. Cazados como si fueran perros día tras día, despojados de todo escondite que hallaban. Ésa era sus vidas. Cada mañana se despertaban con los amigos que lograban conseguir, asesinados. Kegluneq miraba el sol de la mañana y rogaba que pudiera acabar el día con vida. Su hermano llamado Anguis, se había convertido en un niño con temperamento fuerte, impulsivo, mientras que Kegluneq, por el otro lado, se convirtió en un niño calmo, paciente y observador.
Pero a pesar de estas cualidades tan serenas, Kegluneq guardaba un tremendo rencor, no solo a la violencia a la que ya estaba acostumbrado a vivir en su día a día, ni a los gobiernos cegados por el temor, sino por su impotencia de no haber logrado hacer algo para cambiar las cosas, del miedo a perder lo único que tenía, su pequeño hermano.
El día era rojo, la noche totalmente oscura. Hasta que un día, el sol de las mañanas al que tanto rogaba, escuchó sus plegarias.

sábado, 2 de febrero de 2013

PENSAMIENTOS:


MI GUERRA.
Mi guerra no es de tiros, mi guerra es de decisiones. Mi guerra no es de fusiles, mi guerra es de palabras. Mi guerra no es de hambre, mi guerra es de nervios. Mi guerra no es política, mi guerra son mis miedos.
Esa guerra que comenzó una tarde soleada, esa guerra que llevo luchando por meses, donde he tenido más derrotas que victorias. Donde siempre que logro levantarme, desde algún remoto lugar, desde la más recóndita trinchera, algo dispara y me hace caer de nuevo, esperando que algún socorrista pase en medio del campo de batalla para curarme de nuevo y dejar de ver la espesa niebla que me llena cada minuto del día, ese gas mortífero que lentamente me hace agonizar y caminar con la poca voluntad que me queda hacia un nuevo horizonte, pero que finalmente, me deja totalmente cegado, sin rumbo, sin destino, sin sueños.
Buscar la felicidad es optimo y prioritario en el humano, pero se torna complicado cuando cruzas por un campo minado, donde la explosión te deja aturdido y sin saber cuál es el camino que debes elegir para continuar, esperando, anhelando que algo desde los cielos, desde los más oscuros cielos, baje con una mano para levantarte de la permanente pena y dolor para poder comenzar un nuevo ciclo donde el sol brille y que haya por fin un cese al fuego, que las sirenas no sean de ambulancias que llevan partes de mi mente a una sala de urgencias buscando resucitar, sino que sean sirenas marinas que canten con el viento y la libertad en la cara, con la sonrisa plena, feliz a la luz del sol.