Toc toc, suena la puerta de Juan, que jugaba
videojuegos mientras su madre estaba de compras. Mientras caminaba lentamente
por el pasillo de su casa para abrir la puerta, miraba detenidamente las fotos
familiares que colgaban de la pared, donde estaba sentado en medio de su madre
y su padre.
Su
padre era un soldado que prestaba servicio a su país en la guerra en la que se
encontraba, y hacía ya unos 6 meses que había estado por fuera en la lucha. Era
un hombre noble. En ocasiones, llevaba a pescar a Juan a un lago cercano a su
casa. Otras veces, lo llevaba a la hacienda que su familia tenía y montaban a
caballo unas horas por las montañas, divisando cada nube que se ponía ante sus
ojos. En resumidas cuentas, era mucho el tiempo que Juan pasaba con su padre y
consideraba esa como su relación más cercana, lo más aproximado a tener un
amigo.
Al
llegar a la puerta, Juan abre la puerta con la misma ansiedad de todos los
días, esperando que la persona que estuviera tras ella fuera su padre.
Parado
frente a él, estaba un tipo con traje, bien presentado, con la cara afeitada y
el cabello peinado hacia un lado. Juan se estremeció y notó que en la mano de
este hombre se encontraban unas placas y en la otra, un cuadernillo. Lo
entendió todo.
El
hombre se arrodilló frente a Juan y poniéndole la mano en el hombro y su madre
se asomaba por la esquina con las bolsas del mercado, pero al ver la escena
desde la esquina y las lágrimas que se escapaban de los ojos de Juan, soltó las
bolsas y se echó a correr hacia su hijo.
Juan,
anonadado por la muerte de su padre, se volteó y entró en la casa, tumbando
todo lo que había a su paso con ira. Su madre entró tras él y lo abrazó por la
espalda, pero Juan se sacudió violentamente mientras gritaba que lo soltara. Odiaba
a todo el mundo, a los soldados que dejaron morir a su padre, a aquellos que le
dispararon, a quienes provocaban guerras, y juró jamás ser partidario de algo
tan atroz como eso. Juan corrió a su habitación y no se abrió en todo el día.
La
gente, preocupada, iba a visitar la casa de la madre de Juan, y le preguntaban
a esta sobre su hijo, que a duras penas salía de su habitación para comer sus
tres comidas del día y regresar a tenderse en la cama mientras pasaban las
horas o a pasar tardes enteras poniendo fichas de dominó alrededor de su
habitación, para derribarlas a la hora de la comida.
Los
años pasaron, Juan había superado levemente la muerte de su padre y vivía
alegremente con su madre, agradecido de estar con ella cada día. Un día
cualquiera, Juan ve la puerta del estudio de su padre, al que escasamente entró
alguna vez. Abrió la puerta y encontró varios estantes con medallas, fotos,
cartas y un sinfín de cosas que jamás había visto.
En
el escritorio se hallaba un cuadernillo, el que aquel hombre tenía en la mano
ese negro día en que supo la noticia de su padre. Estaba un tanto empolvado y
se preguntó por qué jamás su madre lo habría limpiado.
Lo
tomó y comenzó a leer detenidamente cada memoria que su padre escribió durante
el campo de batalla y se le enjuagaron los
ojos en lágrimas, mientras se imaginaba cada escena que su padre describía cada
día que pasaba. En un pequeño pasaje, su padre escribía el orgullo que sentiría
de saber que su hijo también arriesgaría la vida por su país.
Juan,
desconcertado, cierra el cuadernillo y se queda sentado en la silla del estudio
en la oscuridad, con la mente en blanco, con los vellos de punta y la mente
confundida.
Toc toc, suena la puerta de Gloria, que jugaba a
las muñecas mientras su madre estaba de compras.
Al
abrir estaba un tipo con traje, bien presentado, con la cara afeitada, el
cabello peinado hacia un lado y unas placas en sus manos.
“Me
llamo Juan. Tu padre ha muerto. Lo siento mucho.”