martes, 21 de enero de 2014

Efecto dominó.

Toc toc, suena la puerta de Juan, que jugaba videojuegos mientras su madre estaba de compras. Mientras caminaba lentamente por el pasillo de su casa para abrir la puerta, miraba detenidamente las fotos familiares que colgaban de la pared, donde estaba sentado en medio de su madre y su padre.

Su padre era un soldado que prestaba servicio a su país en la guerra en la que se encontraba, y hacía ya unos 6 meses que había estado por fuera en la lucha. Era un hombre noble. En ocasiones, llevaba a pescar a Juan a un lago cercano a su casa. Otras veces, lo llevaba a la hacienda que su familia tenía y montaban a caballo unas horas por las montañas, divisando cada nube que se ponía ante sus ojos. En resumidas cuentas, era mucho el tiempo que Juan pasaba con su padre y consideraba esa como su relación más cercana, lo más aproximado a tener un amigo.

Al llegar a la puerta, Juan abre la puerta con la misma ansiedad de todos los días, esperando que la persona que estuviera tras ella fuera su padre.

Parado frente a él, estaba un tipo con traje, bien presentado, con la cara afeitada y el cabello peinado hacia un lado. Juan se estremeció y notó que en la mano de este hombre se encontraban unas placas y en la otra, un cuadernillo. Lo entendió todo.

El hombre se arrodilló frente a Juan y poniéndole la mano en el hombro y su madre se asomaba por la esquina con las bolsas del mercado, pero al ver la escena desde la esquina y las lágrimas que se escapaban de los ojos de Juan, soltó las bolsas y se echó a correr hacia su hijo.

Juan, anonadado por la muerte de su padre, se volteó y entró en la casa, tumbando todo lo que había a su paso con ira. Su madre entró tras él y lo abrazó por la espalda, pero Juan se sacudió violentamente mientras gritaba que lo soltara. Odiaba a todo el mundo, a los soldados que dejaron morir a su padre, a aquellos que le dispararon, a quienes provocaban guerras, y juró jamás ser partidario de algo tan atroz como eso. Juan corrió a su habitación y no se abrió en todo el día.

La gente, preocupada, iba a visitar la casa de la madre de Juan, y le preguntaban a esta sobre su hijo, que a duras penas salía de su habitación para comer sus tres comidas del día y regresar a tenderse en la cama mientras pasaban las horas o a pasar tardes enteras poniendo fichas de dominó alrededor de su habitación, para derribarlas a la hora de la comida.

Los años pasaron, Juan había superado levemente la muerte de su padre y vivía alegremente con su madre, agradecido de estar con ella cada día. Un día cualquiera, Juan ve la puerta del estudio de su padre, al que escasamente entró alguna vez. Abrió la puerta y encontró varios estantes con medallas, fotos, cartas y un sinfín de cosas que jamás había visto.

En el escritorio se hallaba un cuadernillo, el que aquel hombre tenía en la mano ese negro día en que supo la noticia de su padre. Estaba un tanto empolvado y se preguntó por qué jamás su madre lo habría limpiado.

Lo tomó y comenzó a leer detenidamente cada memoria que su padre escribió durante el campo de batalla y se le enjuagaron  los ojos en lágrimas, mientras se imaginaba cada escena que su padre describía cada día que pasaba. En un pequeño pasaje, su padre escribía el orgullo que sentiría de saber que su hijo también arriesgaría la vida por su país.
Juan, desconcertado, cierra el cuadernillo y se queda sentado en la silla del estudio en la oscuridad, con la mente en blanco, con los vellos de punta y la mente confundida.


Toc toc, suena la puerta de Gloria, que jugaba a las muñecas mientras su madre estaba de compras.

Al abrir estaba un tipo con traje, bien presentado, con la cara afeitada, el cabello peinado hacia un lado y unas placas en sus manos.



“Me llamo Juan. Tu padre ha muerto. Lo siento mucho.”

domingo, 19 de enero de 2014

Regreso.

Entró en su habitación después de tanto tiempo, viendo las estanterías empolvadas por su tan prolongada ausencia. Sonreía con nostalgia al ver el pasado, las páginas de los libros que tenían las hojas ya amarillentas. Extrañaba su casa.

Pero aún se cuestionaba algo. ¿Por qué había vuelto allí? Llevaba tiempo sin que siquiera se le ocurriera regresar a sus cuatro paredes, a su viejo escritorio con su vieja pluma y sus viejas hojas, pero a decir verdad, seguía sin comprenderlo…Solamente volvió.

Solo, mientras por las persianas de sus ventanas se filtraba un leve rayo de luz, recordaba todos aquellos momentos de ira, de pasión, de amor, oscuridad, alegría…Una infinidad de emociones que enterró en aquellos libros donde llevaba siglos inmortalizándose.

Caminaba y caminaba dando círculos, desempolvando las fotos viejas de cuando era un pequeño junto a su madre, sonriendo levemente. Detalló que su habitación estaba oscura, que había permanecido oscura durante años, así que tomó las persianas y las abrió una por una, dejando entrar cada partícula de luz en aquél cuarto. Paz fue lo que sintió

Corrió su silla y de un soplido, seguido por unas cuántas sacudidas, se sentó en ella, haciendo reminiscencia de las mil noches en que estuvo allí con algo en mente para plasmar…Pero hoy, hoy no tenía absoluta idea del porqué estaba allí, frente a su escritorio y su tinta lista para volver a derramarse por las hojas, pero de lo que estaba seguro, es que se sentía tranquilo, sin ningún peso encima, sin ningún fantasma que lo atormentara más, sin una preocupación más que él mismo, y así, comenzó aquel nuevo texto con una sonrisa en el rostro.