Despiertas en Oklahoma, Oslo, Seul. El mundo al alcance de un segundo en un espacio desconocido. Aún así, no te tengo.
Caminé por las calles chilenas y encontré un pequeño bar. Curiosamente, el mismo donde conocí a Sarah, la mujer de los labios rojos, ojos de un color indefinido, (pues siempre fue inconforme con sus ojos negros) de piel blanca y cabello largo, lacio y ensortijado en las puntas y con la negrura de la noche por color.
Así que tiré de la perilla y entré, recordando de inmediato el momento en que con su caminar despreocupado pasaba por mis ojos, sin siquiera notar la idiota expresión que se dibujó de repente en mi cabeza, cosa que en realidad agradezco.
Me senté frente a la barra y dejé mi abrigo en la silla de al lado, pedí un Whisky y bebí sin vacilar, mirando al camarero de numerosas arrugas en el rostro. Al fondo, una ténue batería sonaba al compás del Jazz, mientras un piano cubría los arpegios en tiempos lentos.
Fue allí donde tu mirada inexpresiva me encontró. Recuerdo que ibas vestida de manera elegante, como toda una dama de los años 20. Y yo…Yo siempre amé la época y la casualidad me hizo ser tu pareja de atuendo y minutos después, de baile. Tomé tu cintura sin decir una palabra mientras el aroma a fresa se levantaba por el espacio de esa pequeña habitación, donde otras 3 parejas bailaban al son de Billie Holiday, y recuerdo haber dicho, “¿Podría saber tu nombre?.”, y solo dijiste: “Sueña. Sueña conmigo. Deja de abrir la boca, deja de desearme tanto, deja el protocolo masculino y hazme soñar, hazme mirar nuevos horizontes. Pinta mi cielo del color más extraño que inventes. Toma mi mano y caminemos por las avenidas Londinenses. Saltemos la torre Eiffel. Deja de mirarme con esa cara de idiota. Deseame de la manera más incorrecta para la sociedad, pero jamás seas correcto con el paradigma del hombre. Sarah.”
Me soltaste y desapareciste en medio de la madrugada del Sábado, y a partir de ahí, mi existencia no fue igual.