domingo, 30 de junio de 2013

Y la muerte te daré.

Con pasos profundos y pesados, se acerca el padre al hijo con daga en mano y sonrisa arrogante. Buscaba redención. Siempre la buscó, pero el temor a su hijo fue lo que lo hizo estar siempre apartado.

De rodillas y con las manos atadas, el hijo miraba con desprecio y el orgullo le brotaba por cada centímetro de la piel. El odio y la soledad que rondaban juntas en lo más adentrado de su corazón por la ausencia perpetua que tuvo aquél hombre que se acercaba lentamente.

Ofrecía perdón el padre de manera disimulada. A pesar de estar a escasos metros, su voz era tan distante que no se distinguía en aquella oscura habitación y retumbaba con cada uno de los pilares que les rodeaba, pero no hubo un color de voz específico que pudiera llenar la memoria, los recuerdos de ese hijo.

“Ofrece perdón”, pensaba aquél rencoroso hijo, con los dientes apretados y la mandíbula a punto de estallar de ira. Pero ¿A qué perdón se refería?, si él no dio la vida, fue la muerte lo que dio, la muerte de la felicidad que un niño podía tener en un padre, la muerte de una figura, un héroe al qué seguir e idolatrar, ¿o se refería al perdón que busca por el arrepentimiento? No, no era tan buena persona. Más bien, perdón por el miedo que tenía. 
Ser padre a tan temprana edad fue el temor más grande que tuvo.

Nunca creyó en él, en realidad, nunca tuvo la oportunidad de creer en él. Su vida estuvo rodeada de distracciones para evitar pensar en eso que en su hogar hacía falta. Dejó de creer en él en cuanto vio que en el jardín de niños no vendría a recogerlo.

Esa sonrisa incrédula que tenía dibujada el padre en la cara lo trastornaba, lo enloquecía, una locura que le obligaba a ir a la cima de montañas heladas y océanos profundos.

Pero el odio, más allá de la historia, se trataba más de lo que no estaba escrito. Verlo a él, ver a su padre, era como si él mismo estuviera sujetando la daga. La misma boca, la misma sonrisa…¡La misma cara!, la cara que por más que quisiera estaba condenado a poseer y que en las calles no podían evitar confundir. El odio más adentro, era miedo. Miedo a ser igual a él, de ser tan desgraciado como él. De no estar presente para los que lo necesitaran.


Sí, lo perdonó. Perdonó su ausencia porque mínimamente trató acercarse. Pero no fue suficiente. Desató sus manos y salió de la oscura habitación, dejó el pasado atrás y al abrir la puerta, recibió la cegadora luz del sol y cerró la puerta para siempre.

viernes, 28 de junio de 2013

Amigo:

No sé si sabías que hay noches en las que muchos te recordamos y se nos escapan las lágrimas. No sé si sabías que irónicamente una de mis grandes pasiones, es el puente que me conecta a recordar muchas cosas, cosas buenas, cosas peores por las que pasaste y pasamos tu familia, tus 33, 34 amigos del salón y la cantidad de amigos que tenías.

No sé si sabías que hoy quise hacer este escrito de la nada, a pesar de que me comprometí a que cada mes te iba a dedicar uno, pero no está de más entregar uno que otro paréntesis, ¿no?

Solo imagina, si yo recuerdo cada noche, que si en este momento me resbala una lágrima de tristeza ¿Cómo será para aquellos que estuvieron aún más cerca de vos?

No te imaginás la falta que hacés. No te imaginás el vacío que dejaste y la herida tan grande que cada mes nos sangra por recordar ese fin de semana tan oscuro, tan lleno de tristeza, odio, lágrimas.

Pero, ¿sabés?, me faltó, me faltó tanto por darte a vos, y de eso sí me arrepiento y me arrepiento mucho de no haber podido compartir un momento con ustedes, con vos, de haber mostrado más de mi vida, de haber intentado dar más sonrisas, porque de vos recibí, y recibí muchas. Recibí consejos, ayuda cuando lo necesitaba, porque siempre estábamos tus amigos primero que vos y eso, Negro, jamás en esta vida, se me va a olvidar.


“Miro a las estrellas para que veas siempre que la mejor parte de ti, todavía vive en mí”.

jueves, 27 de junio de 2013

¿Adicto?

Y yo…¿A qué soy adicto yo? Veo a todo el mundo desde lejos y las personas tienen un particular derroche de placer. Y yo, ¿En dónde entro yo en todo esto?

Algunos son adictos a leer, otros a beber, otros a las mujeres, otros a extraviarse del mundo y explorar espacios indeterminados por el ojo humano y la consciencia, otros, adictos a los dulces, helados, a la adrenalina, la velocidad, incluso a los dogmas. Y de nuevo pienso, ¿En dónde entro yo?, ¿Cuál es mi adicción?

En principio diría que no tengo una, diría que soy un simple humano que anda en busca de un propósito específico que me llene de tranquilidad y satisfacción. Pero, más allá de eso, más allá de la realidad, más allá de un bien material, de algo que me haga sentir lleno por unos segundos, encuentro lo que me desvela en noches largas.

Mi fijación va más allá. Mi fijación es soñar que un día yo pueda dejar algo qué recordar, dejar una huella grande, no en el mundo entero, sino en el mundo entero de cada persona. Yo sueño, soy adicto a soñar, soy adicto a imaginar y a buscar cómo materializar mi imaginación. Soy adicto a buscar la manera de repartir una que otra sonrisa, soy adicto a dejar a un lado mi felicidad por la de otra persona que en desespero, esté buscándola.

Mi adicción es conservar, no solo la increíble familia que me une por la sangre, sino la familia que tengo de amigos, la familia que me hace sentir completo, que me da la euforia que tanto busco, que me da motivos para escribir cada letra, cada palabra y oración que viene a mi mente. Es conservar al hermano de ideas que tengo, que hoy por hoy, está a mi lado dedicándose a lo mismo, que desde pequeños soñábamos con algo en común y ahora estamos encaminados en la misma pasión.


Porque cuando “el paraíso deviene en infierno”, todo aquello que conforma mi felicidad, me devuelve el paraíso.

viernes, 21 de junio de 2013

Para siempre


Era hora de la lección de dibujo en la escuela de Juan, no le molestaba esa clase, pero siempre se distraía mirando a sus compañeros y pensando en qué haría en sus ratos libres; sus trabajos no eran particularmente buenos y le molestaba no tener ningún tipo de habilidad o aptitud para hacer buenos trazos.

En ese momento, llegó a su grupo una nueva estudiante. Era una chica de una apariencia más pueril que el resto de sus compañeros, sus ojos eran grises, su cabello ralo era muy rubio; dorado, sus cejas eran delgadas, casi imperceptibles. Parecía que nunca había estado expuesta al sol, pues su piel era muy blanca, diáfana, diferente a la de todos los demás, en esa zona geográfica del mundo era poco común ver a una persona con éstas características.

Desde que ella entró, Juan no pudo quitarle los ojos de encima, no sabía muy bien cuál era la razón. La extraña sensación que le producía aquella intrusa, era nueva para él. No sentía desprecio, pero sin duda había algo que le incomodaba. Había algo en su interior que le borboteaba con violencia. Algo no encajaba a la luz de los ojos de Juan.

La profesora acogió con amabilidad a la nueva estudiante. Al preguntarle su nombre para presentarla en la clase, la criatura respondió: Natasha. La voz de la niña era gutural y su labios apenas se movieron, ni siquiera se atrevió a alzar la mirada para hablarle a sus espectadores.

Esa situación casi cotidiana y trivial, iba a marcar al niño. Esa escena trágica, iba a ir más allá de una simple sensación irritante que se producía en las vísceras de Juan. Acostumbrado a desechar o ignorara aquello que no le producía satisfacción o interés, la hipnosis producida por Natasha no era normal.

Finalmente, la niña se sentó a un poco distancia de él, con una mirada de soslayo, Juan podía apreciarla o despreciarla. Él pensaba, que aquella presencia que le causaba resquemor, era algo generalizado en su grupo, pero cuando alzó la vista e hizo un barrido con sus ojos, pudo darse cuenta que nadie miraba a la extraña. Nadie comentaba al respecto, y Juan pensó por un momento que Natasha era una invención. Sin embargo, desistió de la idea, un sentimiento tan vehemente, no podía ser causado por la imaginación del chico.

La chica que siempre tenía una actitud impertérrita y recatada, en todas las clases mantenía clavada la mirada en un libro que sacaba de su mochila, en la portada del libro había unos dibujos célticos, unos cuantos soldados con lanzas y ropa de pieles y unas letras ininteligibles para Juan. Eso lo llenaba aún más de rabia, la niña construía un mundo misterioso alrededor, y nadie decía nada ni se preocupaba, solamente él, eso lo hacía sentir febril e irritado.

Un día la zozobra y el desasosiego de Juan se transformaron en un sentimiento extraño. Debido a la ausencia de Natasha, la profesora les dijo que ella regresaría a su país natal y que no volvería a clase. La rabia de Juan se transformó en un leve dolor en el pecho. De lo que aún no se iba a percatar, sobretodo por su edad, era que la ausencia y el dolor iban a ser para siempre.



miércoles, 19 de junio de 2013

3 MESES.

Yo aquí pensando con qué babosada te saldré hoy. Se me hizo tarde en escribirte, pero la verdad es que no se me ocurría algo de lo cual me sintiera bien escribiendo, y ¿sabes?, me puse a pensar que no vale más la pena escribir con lástima, sabiendo las numerosas enseñanzas que todo esto dejó. Yo solamente me voy a soltar, así, como si estuvieras ahí en el salón conversando con todos nosotros. Es más, ni “como si estuvieras”, sino que estás ahí en el salón, así de sencillo.

Por acá…por acá todo anda bien, todos estamos bien. Te recordamos mucho en las nivelaciones, y yo espero que vos estés donde sea, riéndote de lo que hayas visto, porque no voy a negar, fueron unas nivelaciones alegres, un poco más centradas, pero falta esa en especial, esa alegría.

Ya todos andamos hablando de lo que estamos pensando hacer en un futuro cercano y muchos se lamentan de lo ocurrido por tu futuro brillante, pero vamos a ser francos, ese futuro todavía está, ¿no creés?, tanto vos como nosotros nos vamos a encargar, cada uno con un grano de arena, a construirlo y a hacer que las acciones y pensamientos que nos compartiste, queden siempre.

Yo creo que no hubo mejor legado y enseñanza que la que vos nos diste a todos, y en realidad espero también que tengas algo de todos nosotros en ese lejano universo en el que estás y en el que pronto nos vas a recibir.

Y aquí para finalizar, te dejo una de las frases que creo es la que más me recuerda a vos:
“Pensamos en ti con amor, y hablamos de ti con orgullo”.


miércoles, 12 de junio de 2013

Mi amigo bípedo


¡Guau!  le decía al chico, pero él parecía que no lograba entenderme. Me miraba con un rostro de confusión y luego me acariciaba la cabeza con suavidad, con una leve sonrisa me hacía mimos y luego seguía ensimismado en su lectura. Después de pasar algunas páginas, dejaba el libro sobre sus piernas y luego se quedaba un poco meditabundo mirando al techo, yo posaba una pata sobre el libro y le decía que jugáramos un poco.

-       ¡Guau!

Al parecer mis palabras son ininteligibles para él; con zalamería se abalanzaba sobre mí, pero no hacía nada de lo que le pedía. ¿Qué clase de lengua hablan éstos bípedos? Siempre que balbucea palabras no logro reconocer la mayoría, supongo que él pensará lo mismo de mí.
El chico algunas veces, cuando no había nadie en casa, mientras yo dormía en mi lecho, un retazo de lana y una almohada amarillenta, reposaba su cabeza sobre mi vientre y profería un extenso soliloquio, yo simplemente me adormecía, aunque la presión en mis costillas era un poco intensa e insoportable.
No sé qué sucedía, pero el chico se sumergía en mí, o eso parecía. Me agarraba con fuerza, yo intentaba moverme pero no lo lograba. Sentía algunas partes de mi cuerpo húmedas, luego del extenso monólogo, solía tener adherida una pegajosa y espesa materia verdosa, que él luego limpiaba con cuidado.


Cuando íbamos al parque él desenganchaba la cadena que rodeaba mi cuello, ese asfixiante lazo que me impedía mover con libertad, para que yo corriera tras una pelotita que él lanzaba, pero luego otro compañero llegaba a olerme y a buscar juego. Eso no me gustaba. Yo intentaba reprenderlo clavándole toda mi fuerza en su pescuezo. El chico abalanzándose con violencia sobre mí y balbuceando con dureza, me ahorcaba con el lazo y me halaba lejos del cuadrúpedo. Otro bípedo intentaba golpear al chico, lo empujaba, y yo me Al llegar a casa, os al amenzador
 empujaba y yo me devolvaba lejos . Eso no me gustaba e intentaba reprenderlo clavlanzaba con insultos al amenazador.

-       ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

Al llegar a casa, el vituperio no cesaba. La dureza incrementaba y el arma letal salía a relucir. Un cilindro hueco que estallaba con violencia contra las paredes que emitía un temible sonido estruendoso, yo me escondía debajo de lo que encontrara, mesas, sillas o camas, mientras él me perseguía, implacable. Después de un rato, él iba a buscarme y se recostaba sobre mi vientre, pero volvía a sentir la incómoda humedad. Luego el arma quedaba sobre la mesa, plana, impasible e inofensiva.

Un día empecé a sentir una picazón en mi lomo, me revolcaba e intentaba con las garras llegar hasta el lugar para que la molestia cesara, pero la tranquilidad era efímera. La comezón se multiplicó en poco tiempo. Rascarme se convirtió en un hábito tan común como dormir. Algunas veces, una molesta humedad descendía de mi cuerpo, de la cual el chico y su ternura no eran responsables. Incesantes chorros húmedos alcanzaron mi lecho. Me acercaba al chico que me miraba petrificado, y luego de soltar las manos de su rostro horrorizado, me llevaba hasta un sitio horrible.
Sobre una mesa fría, dos extraños me montaban para punzarme con un elemento que no lograba diferenciar, pues se perdía en mis esfuerzos por evitar ese dolor, aún más tortuoso que la misma picazón. Luego todo se traducía en un profundo sueño.

Al despertar, una extensa manta me cubría, seguía sobre ésta mesa fría. A través de pequeño espacio, entre la manta y la mesa, lograba ver al chico sentado y leyendo. Quería acercarme y decirle que nos fuéramos de allí, pero no podía moverme y mis esfuerzos se quedaban ahogados en un grito mudo.
Uno de los extraños volvió a entrar a la habitación y se acercó a él. El chico empezó a tiritar, a moverse de un lado a otro y taparse el rostro con sus manos. Con violencia tiró el libro a lo largo de la habitación y se puso en cuclillas. El extraño salió y el chico se me acercó, me abrazó con fuerza, levantó la manta y acercó su cara contra la mía. La humedad empezó a descender por la comisura de mis labios. Mi ahínco por moverme seguía siendo en vano. Después de un rato y cuando la humedad ya se hacía insoportable, el chico recogió el libro del suelo y salió de allí, dejando la manta cubriéndome en totalidad.

¿Fue por la humedad?

Ojalá él supiera que en realidad no me importaba, siempre y cuando me limpiara, después de estar descaradamente recostado sobre mí.